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AUTOBIOGRAFIA DEL DR. FRANZ LEE

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7 feb 2013

Lo que parece, no es

RIGOBERTO LANZ


“No vemos las cosas como son sino como somos”.

 Si todo fuera transparente no haría falta ninguna intermediación cognitiva, lingüística o cultural para entender el mundo. Para desgracia del empirismo-pragmatismo-simplismo-ignorancia radical, la realidad es siempre opaca: en verdad no hay tal “realidad” sino criterios de realidad impuestos o negociados en escenarios de poder. Lo mismo vale para cualquier idea de “verdad”: eso no existe, lo que hay es una imposición ideológico-cultual que pasa por “universal” gracias el ejercicio de la dominación en todos los terrenos (la ciencia incluida).

Esto está claro desde hace rato para las personas que se han tomado la molestia de pensar estos complejos problemas epistemológicos más allá de las simplezas que recubren los discursos ordinarios en todos los planos de la sociedad (incluidos los ambientes académicos más pretensiosos). Aquí no vale el oportunismo que invoca al “pueblo” como instancia del saber que tendría este asunto perfectamente dilucidado por su sola condición de clase: ¡malas noticias! Desde el “pueblo” hasta las empingorotadas élites de la ciencia son víctimas y usufructuarios del mismo síndrome de la racionalidad dominante de la civilización occidental. 

Ingenuo sería esperar respuestas lúcidas y radicales desde el entramado normal de la sociedad: toda ella (dije bien, toda ella) está estructuralmente constituida por los contenidos y formas de la dominación, por las prácticas y discursos del poder, por el “sentido común” que hegemoniza los modos de percibir y valorar el mundo que tiene la gente (malos y buenos, pobres y ricos, blancos y negros, santos y pecadores, mujeres y hombres, del Sur o del Norte).

Para colmo, las nociones de “realidad” que vienen ya instaladas en las simpáticas cabecitas de los bebés que acaban de nacer, se agrega el inmenso poder manipulador que se ejerce a través de la batería de máquinas que son directamente agenciadas desde las instancias del poder: escuelas, iglesias, medios masivos de información y comunicación y todos los discursos y prácticas que habilitan la vida cotidiana en todos los rincones del mundo. Nada se escapa de este inmenso magma cultural que opera automáticamente, sin nada que indique aparentemente que hay violencia y manipulación; todo transcurre bajo el manto de una asquerosa “normalidad”. ¿Cómo impacta este sustrato ético-epistémico-semiótico el desempeño –aquí y ahora– de la gente que está al frente de las promesas de transformación de la sociedad?

Si la pregunta la hiciéramos en el contexto europeo resultaría tan sencillo como patético intentar una respuesta. Pero detengámonos de momento en la vida política venezolana: ¿cómo está repercutiendo el paquete cultural heredado en el desempeño del gobierno bolivariano? Varias líneas de reflexión parecen claras. Veamos:

Como parece comprensible, en una transición como esta no pueden esperarse cambios radicales que hagan saltar los discursos y prácticas del capitalismo de Estado por donde transitamos. Eso no me sorprende. Legiones de funcionarios de todos los niveles son honestos ciudadanos cuyas franelas rojas no tienen la menor relevancia a la hora de medir la calidad sustantiva de transformaciones profundas. En estas condiciones no es posible hablar de revolución. Este no es un reproche ni una constatación de “debilidad ideológica”; es pura y llanamente la comprobación realista de lo que puede y no puede hacerse (más allá de aspiraciones ideológicas, de nominalismos más o menos vacíos y de esfuerzos propagandísticos que procuran la identidad de militantes). 

Este no es un mensaje de resignación frente a los poderes fácticos que permanecen intactos. De lo que se trata es justamente de viabilizar los cambios que puedan acumular un músculo y espesor que entonces sí reviertan los modos de hacer, las mentalidades, las sensibilidades y las concepciones de millones de compatriotas que permanecen plácidamente atrapados en las marañas del postcapitalismo.

El juego de espejos que rodea nuestra precaria identidad alimenta la ilusión de vivir una “revolución” que está un poco lejos. ¡Viva el pensamiento utópico!... Ojo con la cochina realidad.