Por Toby Valderrama y Antonio Aponte
Es un hecho histórico que las Revoluciones caen sin disparar un tiro, parece que se derritieran, en un parpadeo aparecen convertidas en capitalistas. Y el Socialismo desaparece sin dolientes. El hecho merece estudio, a nosotros, humanidad y país, nos atañe directamente. Veamos.
Si estudiamos a las Revoluciones traicionadas, o mejor, a las Revoluciones restauradas, lo primero que encontraremos es que en el momento del desenlace, cuando se decide su permanencia, ya la Revolución no tiene condiciones para resistir, para enfrentar la restauración. Los valores capitalistas ya colonizaron a la masa, el Socialismo quedó sólo como un recurso retórico, como un cascaron vacío. Lo anterior lo advirtió el Che, alertó sobre el uso de las armas melladas del capitalismo para construir el Socialismo, se refería a las relaciones económicas capitalistas, al mercado, pero sobre todo a la conciencia egoísta que con ellas se entrelaza.
Es así, si consideramos al Socialismo como la sustitución de la conciencia egoísta por la conciencia amorosa, por el sentido del deber social, encontraremos que la elevación del egoísmo en la masa es el signo mayor de la pérdida de condiciones para el Socialismo. En otras palabras, la batalla por la conciencia es la batalla fundamental de la Revolución, al perderla ya no hay retroceso. Todas las Revoluciones restauradas, primero lo fueron en la conciencia.
Ahora bien, ¿cuál es el mecanismo de esta restauración de la conciencia egoísta? Por supuesto que tiene un fundamento económico: se restituye, se fortalece, la propiedad privada de los medios de producción. La excusa es la necesidad de crear bienes y de esa forma se entregan grandes sectores de la economía al egoísmo capitalista. Junto a esto, se estimulan formas económicas que, aunque de propiedad social administradas por el Estado, funcionan como unidades independientes, cuyos intereses están enfrentados a los intereses de toda la sociedad.
Se crean expectativas de consumo superfluo, necesidades capitalistas, el comportamiento de los líderes apuntala estas necesidades artificiales. Finalmente, se abandona la lucha ideológica, se prestigian salidas individuales, egoístas, los valores del deber social son sustituidos por el éxito individual, los ejemplos sociales son suplantados por ejemplos individuales, una muestra: en la China restaurada, los millonarios son exhibidos como metas de éxito.
La dirigencia abusa del poder, se olvida del sentimiento colectivo, se ampara en la disciplina y la responsabilidad revolucionaria para apuntalar medidas económicas francamente capitalistas. Nadie reclama, nadie adversa, sería “romper la unidad”, dicen, “hacerle el juego al enemigo”. Decreta en la práctica el sálvese quien pueda capitalista. Poco a poco comienzan a renacer los vicios del capitalismo, la corrupción arrecia. Entre tanto, la masa en silencio se desencanta de la Revolución que un día la emocionó hasta la lágrima, por la que era capaz de dejarlo todo. Sus líderes se desdibujan, pierden autoridad moral, se convierten en esclavos, personalizaciones, de un fetiche, de un falso dios que ellos mismos crearon, y no gobiernan: el capital, sus intereses, lo decide todo.
De esta manera, cuando llega el momento decisivo, las masas están en la acera de enfrente, sentados en silencio, expectantes, no participantes. Los dirigentes se encuentran íngrimos, apelan a la fuerza, sacan los tanques y así firman su acta de defunción, la Revolución va al panteón. Al otro día, todo sigue igual, sólo se legalizó lo que ya existía, sólo ocurrió un cambio de hombres...
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