Luis Britto García
El poder tiende a concentrarse en pocas manos, reza la ley de hierro de Michels sobre las élites. Según la categoría de esas manos, distingue Aristóteles dos formas de gobierno. Aristocracia, según el filósofo, es la única dominación conveniente para un Estado regido por los mejores.
Hay oligarquía cuando los ricos, pocos o muchos, son los que gobiernan.
Aristocracia y oligarquía no es lo mismo ni se escribe igual.
Inútilmente la segunda trata de pasar por la primera. Aristócrata es quien tiene cualidades, aunque no tenga dinero.
Oligarca es quien fuera del dinero no tiene nada.
Bolívar adolescente se avergüenza de ser “un rico, lo superfluo de la sociedad”, Enterrado como pobre de solemnidad con una camisa ajena, funda la aristocracia de los Libertadores, la única posible en América.
La aristocracia se hace a sí misma; una oligarquía hereda.
La aristocracia cumple una función necesaria para el surgimiento de la sociedad. Una oligarquía la parasita hasta consumirla.
La aristocracia tiene un proyecto.
Rapaz, oscurantista y atrabiliaria fue la española, pero expulsó a los moros, conquistó América y rigió una hegemonía planetaria que abarcó dos siglos.
La oligarquía que la hereda no urde más plan que vender en dos décadas el continente que recibió en legado. La aristocracia encarna una concepción del mundo. La ibérica personifica el plan ecuménico de la Monarquía Universal. Una oligarquía caletrera tiene alergia al pensamiento: lo recibe por correo de los positivistas franceses o por e-mail de los neoliberales gringos, sin entender que ambos le remiten su sentencia de muerte.
La aristocracia abarca un dominio de su propia talla.
La hispana organizó América en cinco virreinatos y dos capitanías.
Una oligarquía parroquial la dividió en una veintena de repúblicas, subdividió las ocho provincias de Venezuela en veintidós estados que luego pulverizó en tres centenares de municipios, distritos y conucos, cada uno bajo un Emperador aldeano que pretende contratar deuda pública, cobrar impuestos y dirigir ejército propio.
La aristocracia tiene autoestima.
Nunca Hernán Cortés quiso parecer inglés, Walter Raleigh pasar por francés ni Montaigne por holandés. Sólo la oligarquía vernácula quiere lucir mayamera y no llega ni a inmigrante ilegal.
La aristocracia se forja mediante rigurosas pedagogías. El mandarinato chino sembró escuelas hasta la última aldea, y usó el sistema educativo como vasta criba de reclutamiento de administradores mediante concursos de ingresos y ascenso en los cuales sólo valía el mérito. Así mantuvo un imperio durante dos milenios y medio. Una oligarquía montaraz como la vernácula rechaza toda forma de Educación Pública y Gratuita, desde la alfabetizadora hasta la universitaria.
La aristocracia hace funcionar un sistema productivo. Los despotismos hidráulicos encauzaron los torrentes sobre los cuales germinaron las grandes civilizaciones de la antigüedad; el capitalismo inglés desencadenó la revolución industrial. La oligarquía monta trampajaulas para subsidios, bancos fantasmas que desvanecen ahorros, subastas de la industria petrolera para correr con la comisión.
La aristocracia es el recurso de una civilización para proteger a los hacedores de cultura.
Los demagogos atenienses financiaron el Siglo de Oro, los rapaces príncipes italianos pagaron el Renacimiento, los absolutistas franceses abonaron el terreno de la Ilustración. Una oligarquía pichirre confunde con mecenazgo el secuestro de los recursos dispuestos por el Estado para los creadores, el hurto de obras maestras de museos y plazas, la rebatiña con los honorarios de los artistas.
La aristocracia crea. Reverón pinta, Villanueva diseña, Oscar D’ León compone. Una oligarquía los hambrea, les roba las obras, los expolia, los veta.
La aristocracia es fecunda. Las grandes épocas creativas acompañan su nacimiento y desenvolvimiento:
susfrutos son el genio, la clarividencia, la obra maestra.
Los géneros de la oligarquía son el infundio, el amarillismo, el plagio.
La aristocracia comparte sacrificios.
Alejandro Magno derrama el agua que le llevan en un casco hasta el desierto: sus macedonios deciden morir por el caudillo que no prueba la gota que no pueden beber sus soldados. La familia real inglesa se somete al parco racionamiento d ela Segunda Guerra Mundial. Una oligarquía faramallera cierra los automercados mientras cena en restaurantes de lujo, convoca a recibir el Año Nuevo a la intemperie mientras vuela hacia Aruba.
La aristocracia representa las fuerzas del progreso de su época. El emperador Meiji moderniza al Japón en un mandato.
Los soviéticos impulsan a Rusia del arado de palo al primer Sputnik en cuatro décadas.
Una oligarquía conuquera retrotrae a Venezuela de la modernidad al feudalismo y al paludismo en tres endeudamientos.
La aristocracia sublima la violencia de la barbarie en fuerza constructiva mediante los modales. La oligarquía japonesa sojuzgó el Asia con una etiqueta que castiga la grosería con el harakiri. Ni la urbanidad de Carreño basta para que una oligarquía ordinaria adivine la diferencia entre los modales suficientes para una gallera en Machiques y los requeridos para un funeral, una clínica, una recepción diplomática.
La aristocracia tiene instinto de conservación: surge destruyendo una oligarquía que decae, y degenera en oligarquía cuando consciente en entregarse a otra aristocracia emergente.
Hubo aristocracia en España hasta que se sometió a los Borbones y luego a los napoleónicos. Quizá la hubo en Venezuela hasta que se regaló a franceses, ingleses y estadounidenses como criada oronda porque la pellizca el amo. La aristocracia agoniza con gracia en las decadencias. El Ancient Règimese despide con Sade; la Belle Epoque con Proust. Lo único que sobrevive a la oligarquía es su mal gusto: el único legado que dejará para Venezuela.
* Luis Britto García* - luisbritto@cantv.net