Acceder a la tierra como propietarios es prácticamente imposible para muchos campesinos de Latinoamérica. Desde hace décadas, luchan por sus derechos y por su dignidad frente los políticos y a los latifundistas de las plantaciones destinadas a generar combustible. Cuestionan la política de la bioenergía y denuncian las violaciones de los derechos humanos ligadas a su producción y expansión. El caso extremo es la existencia de trabajo esclavo en plantaciones de caña de azúcar y etanol, en Brasil y Haití. Dos ejemplos que nos hacen sonrojar.
En Brasil trabajadores de la caña de azúcar viven condiciones durísimas. El monocultivo extensivo para la producción de azúcar y etanol en Brasil es socialmente excluyente, culturalmente genocida y ecológicamente devastador. La alianza de la industria automovilística, petrolera y agrícola con el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y la Organización Mundial del Comercio para desarrollar bioenergía pasa su factura en los países del Sur. Hace imposible la largamente esperada reforma agraria, es decir, una división más justa de la tierra. El monocultivo en Brasil, responde al mismo modelo que en Malasia e Indonesia. Es el latifundio que trajo Cristóbal Colón a América en 1492.
En la zona costera de Pernambuco, en Brasil, existen tierras excelentes. Las mejores. Y están cubiertas por el monocultivo del azúcar. En principio, no hay motivos para tener algo en contra de la caña de azúcar, ni en contra del azúcar, ni del bioetanol que se produce a partir de la caña. Pero esta energía procedente del monocultivo se genera dentro de un modelo de producción excluyente. Allá no es posible controlar un latifundio de 25, 30 o 40 mil hectáreas sin tener un ejército privado. Los dueños de estos latifundios utilizan sus milicias -personas particulares armadas- para matonear a la población. Los barones de la caña suelen tener a su servicio al prefecto, a las autoridades, a la policía del lugar y demás fuerzas vivas.
El campesinado brasilero hace décadas que lucha por una reforma agraria. Cada vez más las trabajadoras y trabajadores que viven en las plantaciones conocen los motivos por los que no tienen tierra. Saben que es por la estructura de la sociedad, y trabajan por cambiar esa estructura. Y la manera de hacerlo es la ocupación de tierras. Por todo el país hay ocupaciones y asentamientos, que luchan por su reconocimiento. Albertina , que trabaja en los campos de caña, nos cuenta que “no hay futuro en los campos de caña. Yo nunca he tenido nada. Sólo trabajo y ruina. Trabajo sin recibir nada a cambio. La poca salud que tenía se me ha acabado. El patrón es un corrupto”.
Y la esclavitud es un tema candente en Brasil. Durante los últimos años, miles de esclavos han sido liberados de las plantaciones de caña de azúcar. El gobierno tiene planes para sembrar más caña, por ejemplo, en el norte de la Amazonía. Son muchos los padres y madres brasileños que dicen “yo trabajo en la caña de azúcar para que mi hijo o mi hija no tengan que hacerlo jamás”. Es un trabajo durísimo y en las plantaciones la vida es muy cruel: hambre, sed, la violencia, amenazas, desplazamiento… Desde países del norte se habla de producción de bioenergía, energía “limpia”, “sostenible” y “renovable”. El modelo que utiliza Brasil para producir etanol no sólo no es limpio, sino que también es inviable.
“Bio” significa “vida”. Por eso, el modelo brasilero de producción de azúcar y etanol no puede ser nunca llamado bio-energía.
Por su parte, el padre Tiago , que trabaja para la Comisión Pastoral de la Tierra , se pregunta: “¿Realmente creyeron que sería posible que la devastación de los bosques, la destrucción de la vida silvestre, la polución de las aguas para plantar caña en los mortíferos monocultivos, bajo el violento modelo feudal y latifundista, es sostenible?
Mar de soya en Cono Sur
En el cono sur se expande imparable el monocultivo de soya. El mundo rural enfrenta una cruda realidad. En su mayoría, se trata de soya genéticamente modificada. El 99% de la Argentina es transgénica, así como el 92% de la paraguaya y la mitad de la soya que se produce en Brasil. Tampoco Uruguay ni Bolivia quedan al margen. El espacio sobre el que ahora se extienden inmensas superficies de soya era anteriormente utilizado por las poblaciones para la producción de alimentos, para la ganadería, o se encontraba ocupado por pastos o bosques naturales con su biodiversidad. En todos estos entornos subsistían poblaciones: comunidades rurales e indígenas, pequeños pueblos y ciudades. La diversidad previa se está transformando en “desiertos verdes”.
El modo de producción de la soya excluye, empobrece y enferma a quienes habitan las cercanías de las plantaciones. Son literalmente fumigadas con pesticidas y venenos altamente tóxicos, desde avionetas o vehículos terrestres. “No sólo a los cultivos afecta la fumigación. También a nosotros”, reclaman los campesinos paraguayos y argentinos. Para producir soya se importan a estos países cada vez más pesticidas y maquinaria que expolia rápidamente los suelos, que quedan pobres y compactos. “La soya transgénica no es nuestro único problema. También los agrotóxicos. Los ríos y acuíferos quedan expuestos a la contaminación”, dicen.
Otra consecuencia es el desplazamiento de los lugares de arraigo campesino: por la falta de trabajo y el acaparamiento del territorio. Cuando se impone resistencia, el desplazamiento sucede incluso con métodos violentos como la fuerza policial o de estructuras paramilitares. “El comisario Aguilar vino y dijo que teníamos diez minutos para despejar el predio en el que vivíamos”, cuenta un desplazado. Colateralmente supone el fin de culturas, tradiciones y modos de vida. La soya se extiende arrasando todo lo que se encuentra en su camino y no respeta soberanías ni fronteras. “Hemos sido amenazados repetidamente por la policía y por los terratenientes”, nos testimonian. Es la complicidad de algunos gobiernos la que permite que empresas del agronegocio industrial se apropien de la tierra. Y la soya no es para consumo local sino que está destinada a la exportación. Se usa para producir piensos que alimentan al ganado -vacas, cerdos, pollos- de los países del Norte, y para fabricar agrocombustibles, nueva energía para abastecer automóviles.
Lejos de tratarse de energía auténticamente limpia, el biodiésel de soya contribuye negativamente al cambio climático. Al alto consumo de insumos químicos -plaguicidas y fertilizantes en algunos casos nitrogenados- de los cultivos, las emisiones generadas por el cambio en el uso de la tierra, como sucede al talar un bosque para convertirlo en un monocultivo, se suma el intenso tráfico vial, fluvial y marítimo para el transporte y comercialización, lo que conlleva un gran número de emisiones de gases efecto invernadero y calentamiento del clima. La consecuencia es la devastación de suelos, deforestación y la eliminación de la agricultura familiar que alimenta a las poblaciones. “El monocultivo de soya a gran escala -industrial- no es ni puede nunca ser sostenible”, dice la carta abierta de organizaciones ambientales a la industria de la soya. Su expansión responde a intereses corporativos y al modelo económico imperante.
Los impactos del modelo económico que nuestro modo de vida consumista y globalizado impone en los países del Sur, los sufrimos todos. El campo queda despoblado, se deshumaniza la agricultura, y se violan derechos fundamentales. Sea en forma de agroenergía en nuestros vehículos o de piensos para animales, todos consumimos esta soya. Con todo lo que implica: el cambio climático, los pesticidas y la modificación transgénica. La probabilidad de que los animales que consumimos se hayan alimentado de soya genéticamente modificada es extremadamente alta. Por eso es importante conocer el origen exacto de todos los productos que consumimos. Una solución es exigir un etiquetado completo y estricto.
Guadalupe Rodríguez es licenciada en filosofía, pero se dedica en cuerpo y alma al activismo y la investigación para la organización Salva la Selva.
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