Hace más de 5 años que Siria está en guerra. Los que apoyaban este conflicto explicaban al principio que era la prolongación de las «primaveras árabes». Pero ya nadie se atreve hoy a sostener tal cosa, simplemente porque los gobiernos surgidas de aquellas «primaveras» ya fueron derrocados. Lejos de ser resultado de una aspiración democrática, aquellos acontecimientos no eran más que una táctica destinada a liquidar regímenes laicos para favorecer el ascenso de la Hermandad Musulmana al poder.
Ahora dicen que otras fuerzas se apoderaron de la «primavera» siria o que la «revolución» –que en realidad nunca existió– fue devorada por verdaderos yihadistas.
Como bien ha señalado el presidente ruso Vladimir Putin, el comportamiento de los occidentales y de los países del Golfo es, de entrada, incoherente. En el campo de batalla resulta imposible combatir al mismo tiempo contra los yihadistas y contra la República Árabe Siria y afirmar que se toma partido por un tercer bando. Lo interesante es que los occidentales y las monarquías del Golfo no escogen públicamente su bando, favoreciendo con ello la continuación de la guerra.
La realidad es que esta guerra no tiene causas internas. Es resultado de un contexto que ni siquiera es regional sino global. Cuando el Congreso de Estados Unidos decretó el inicio del conflicto, al votar la Syrian Accountability Act, en 2003, el objetivo del entonces vicepresidente estadounidense Dick Cheney era apoderarse de las gigantescas reservas de gas de Siria. Hoy sabemos que el «pico petrolero» no marca el fin del petróleo y que Washington explotará pronto otros tipos de hidrocarburos en el golfo de México. Eso implica que el objetivo estratégico ha cambiado. Ahora lo que busca es contener el desarrollo económico de China y Rusia obligándolas a comerciar únicamente única y exclusivamente a través de las vías marítimas que se hallan bajo el control de los portaviones estadounidenses.
Desde su llegada al poder, en 2012, el presidente Xi Jinping anunció la intención china de liberarse de esa limitación y de construir dos rutas comerciales continentales hacia la Unión Europea. La primera sigue la antigua ruta de la seda y la segunda pasa por Rusia para llegar hasta Alemania. Inmediatamente después surgieron dos conflictos: en primera, la guerra contra Siria dejó de tener como objetivo el cambio de régimen sino sembrar el caos, y al mismo tiempo ese mismo caos se instalaba sin razón aparente en Ucrania. Después, Bielorrusia se acercó a Turquía y Estados Unidos, extendiendo así hacia el norte la división de Europa en dos. De esa manera, dos conflictos sin solución a la vista cortan actualmente las dos rutas.
La buena noticia es que nadie podrá negociar una victoria en Ucrania a cambio de una derrota en Siria porque las dos guerras tienen el mismo objetivo. La mala noticia es que el caos continuará en ambos frentes mientras Rusia y China no logren construir otro eje de comunicación.
Por consiguiente, no hay nada que esperar de una negociación con gente pagada para prolongar el conflicto. Sería mejor ser pragmáticos y aceptar la idea de que esas guerras no son más que el recurso que Washington utiliza para cortar las rutas de la seda. Sólo entonces será posible desenredar la trama conformada por los numerosos intereses en juego y estabilizar todas las zonas habitadas.
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