VENEZUELA:
NI CHICHA NI LIMONADA
Por
Chucho Nery
La única época en que los habitantes
de lo que desde el 5 de Julio de 1811 se llama “Venezuela” se sintieron
verdaderamente libres fue aquella en la que sobre cuyo territorio caminaban,
provenientes de la Amazonia, El Caribe y Los Andes, los caribes, arawakos,
wayúus, caquetíos, timoto-cuicas y todos los grupos vinculados a ellos: los
yupkas, yanomamis, maquiritares, quiriquires, piaroas, baríes, cumanagotos,
pemones, waikeríes, waraos, mariches, guaribes, yaruros.
A pesar de estos múltiples orígenes
dentro de sus diversas y ricas cosmogonías no se contemplaba (ni se vislumbraba
siquiera) el atávico dilema existencial que nos carcome desde la colonización
europea, que no es otro que el de la dualidad ontológica: ¿Somos o no somos? O
¿Qué somos? Su existencia se concentraba
en la diaria lucha por sobrevivir dignamente contando con los recursos que la
madre naturaleza les ofrecía, surgiendo en sus culturas ancestrales el
comprensible sentimiento de agradecimiento y conservación, en armonía con el
origen común de esos recursos y sus “consumidores”.
Ante las adversidades que el entorno
haya podido ponerles en el camino lo que se imponía era la solidaridad, la
colaboración, en todo caso, la anticipación como medida para preservar la vida
del grupo, siendo condición indispensable para lograr esto la comunicación
constante de sus habitantes con el entorno natural, a través del estudio, la
observación y el humilde acato a las leyes naturales que se manifestaban constantemente. Eso que llaman armonía entre sociedad y
naturaleza.
Los habitantes originarios de
“Venezuela” sabían quiénes eran, qué era la naturaleza y cómo debía manejarse
su interrelación social-natural, en otras palabras, conocían muy bien su historia. No había allí problema de identidad, pues se
sabía de dónde venían y hacia dónde iban. No había dualidad sino unidad, eran
uno con su entorno, es más, ni siquiera había noción de “entorno”, nada los
“rodeaba” pues eran parte de la naturaleza y ella era parte de ellos y por eso
la cuidaban, la respetaban. Esa cosmogonía perduró casi por cinco mil
años. Muy al contrario de lo que nos ha
ocurrido desde hace más de 500 años, es decir, desde que nos llegó, como regalo
divino, la “civilización occidental”.
Con la llegada de los europeos
comenzó el calvario “dualista” americano, a sangre y fuego, con la espada y con
la cruz (que volteada adquiere la forma de una o la otra, según se necesite,
conservando su forma de objeto único), con la Biblia y con el cañón, con el
cuartel y con el templo, para sustituir la libertad originada en la ley natural
con la esclavitud copiada de sus códigos “humanos”.
Los españoles sabían muy bien qué
eran (amos), así como los “indígenas”, sólo que los primeros trataron (con éxito
relativo) de pegarles la etiqueta de esclavos a los segundos, y que se
comportaran como tales. Lo relativo del
éxito viene porque a lo largo de 300 años de colonización salvaje (valga la
redundancia) fueron millones los que se negaron a perder su identidad original
y natural y cambiarla por la “nueva” condición que le ofrecían los invasores,
ratificando esta valiente negativa con su sangre derramada a lo largo y ancho
de su querida tierra, la que los cuidaba y amamantaba.
Allí comenzó la dualidad existencial
del “venezolano”, identidad dividida entre los muchos millones que dignamente
se negaron a “civilizarse” y los pocos milloncitos que no les quedó más remedio
que aceptar el nuevo status quo, en virtud del estado mental en que
quedaron luego de siglos de lucha, torturas, manipulaciones y engaños. Fueron esos, los más debilitados física y
mentalmente, los que finalmente “aceptaron” la nueva religión, la nueva
economía y el nuevo orden social y político.
Pero aun así, muy dentro de su ser y existencia miserable, se conservaba
(y aun se conserva) algo de esa lucha interna-externa entre libertad y
esclavitud, entre justicia e inequidad, entre “americano” originario y europeo.
Luego vino el mestizaje, lo que
acentuó la crisis de identidad, pero conforme iba avanzando el tiempo eran más
los que aceptaban (porque se beneficiaban) que los que refunfuñaban (porque les
tocaba una parte muy pequeña de la torta), pero en todo caso ninguno planteó
por tres siglos acabar de raíz con el estado de cosas. Por trescientos años en la provincia y más
tarde Capitanía General de Venezuela todos aceptaban en mayor o menor medida
ser una colonia de España, ya no éramos libres, éramos un apéndice de una
potencia extranjera. Volvió la “unidad”,
esta vez trasatlántica, éramos parte de España, a la que llamamos (y muchos aun
siguen llamando) la “Madre Patria”.
Nuestra madre dejó de ser la naturaleza, que de todos modos
proporcionaba el café, el cacao y el oro que se exportaba a Europa y pasó a ser
la “Corona” puesta sobre unos “reyes” que gobernaban “por la gracia de Dios”,
pasó a convertirse en “madrastra”. Pero
mientras la unidad natural originaria se mantenía gracias a un equilibrio
cósmico social-natural esta unificación monárquica político-económica se
sostenía gracias a las armas y la barbarie, santificadas y complementadas con
el control mental religioso, algo que sigue muy vigente.
Y las armas no sólo eran para
mantener por la fuerza la unidad con la potencia imperial sino para sostener la
cohesión social interna en una sociedad dividida en clases, y que por lo tanto
generaba tensiones que de vez en cuando causaban estallidos, que no provocaron
mayor problema; al menos hasta 1811.
En aquella época, como consecuencia
de la Revolución Francesa, se produjo en Venezuela y otras partes de “América”
un movimiento independentista (separatista-terrorista, para decirlo en los
términos que usan los voceros imperiales del siglo XXI) que introdujo, una vez
más, el factor dualista existencial en estas tierras. Otra vez nos preguntamos qué eramos y otra
vez creímos haberlo resuelto. Pensamos
que ya no teníamos por qué ser una colonia sino que debíamos ser una república
independiente, llamarla “Colombia” (abarcando los actuales territorios de
Ecuador, Venezuela y Colombia) y llamarnos a nosotros mismos “colombianos”,
cambiando por supuesto el orden social, nuestra economía, nuestra forma de
“ser”.
Y tal como ocurrió hace más de
quinientos años hubo algunos que sí quisieron y otros que no, unos que
resolvieron el dilema y otros que querían seguir padeciéndolo. Unos querían seguir siendo “españoles” y
otros “colombianos”. Y eso no se acabó
con la guerra de independencia (que más bien debió llamarse “Guerra de
Identidad”), pues hasta el día de hoy unos añoran volver a ser una colonia
(española, gringa, marciana) y otros desean fervientemente ser un país
independiente (en un mundo globalizado e interconectado a todos los niveles,
grados y mensiones).
Lo que no se ventiló entonces (en
gran parte por culpa de los historiadores) fue qué tipo de sistema era el que
quería imponerse en “Colombia” y el resto de América Latina (donde nadie habla
latín, por cierto). En todos los libros
de “historia” lo que se lee es independencia, colonia, constitución, leyes,
república, división de poderes, soberanía, patria, heroísmo, integración, pero
por ningún lado se explica bajo qué sistema debía desarrollarse todo eso. Y no fue por falta de “teorías” o “modelos”
porque desde la época de la “Ilustración” europea ya se conocían las tesis del
capitalismo y del socialismo, sólo que a “Venezuela” (entonces parte de la
“Gran Colombia”) sólo llegaron las del primero a través de pensadores como
Simón Rodríguez, Francisco de Miranda (quien luchó en la Revolución Francesa) y
Simón Bolívar. Sólo que no lo llamaron capitalismo abiertamente sino que usaron
eufemismos como “independencia” e “panamericanismo”, y más tarde
“bolivarianismo”. Ni siquiera los pocos
historiadores marxistas se atrevieron a aclarar qué modo de producción se
instauró en “Venezuela” a partir de 1811.
En todo caso, una vez lograda la
independencia política de España (que no de Europa) comenzó el calvario de
lograr la independencia económica (algo que después de 200 años aun no se ha
logrado, y se ve difícil que se logre), originando una nueva crisis de
identidad: ¿Somos o no somos independientes?, sumándose a las viejas
incertidumbres ontológicas: ¿Somos o no somos “indios”, “negros” o “europeos”?
Como cosa rarísima nadie habló de
capitalismo en “Venezuela” hasta el descubrimiento de petróleo en sus entrañas
(los “indios” lo usaban como combustible para iluminar, para calafatear sus
embarcaciones o los techos de sus chozas, y lo llamaban “Mene”: el excremento
del diablo). Siempre me he preguntado,
sumándome a nuestra eterna crisis de identidad, antes del petróleo ¿qué había
en “Venezuela”? ¿Capitalismo, socialismo, o todavía estábamos en una burbuja
espacio-temporal que nos mantenía en el feudalismo? ¿Cómo llamarían los economistas, sociólogos e
historiadores el modo de producción imperante en “Venezuela” entre el 5 de
julio de 1811 (firma del Acta de Independencia) y el 22 de diciembre de 1922
(explosión del pozo El Barroso 2, que dio inicio a la explotación comercial
petrolera)? ¿Pre-capitalista? ¿Post-colonial?
Los intelectuales burgueses (de derecha e izquierda) son muy dados a ese
tipo de eufemismos, sobre todo en nombre de la “patria”.
En fin, Bolívar, Sucre y Miranda
tuvieron que luchar con discursos y hasta con armas (no sólo contra España sino
contra muchos “venezolanos”) para que “Venezuela” fuese libre y soberana (no se
si también capitalista, me causa curiosidad saber cuál sería su opinión, o se
mantenían al margen de ese debate ideológico, a la espera de poder desarrollar
sus propias ideas al respecto). Luego
las oligarquías (herederas de los amos coloniales españoles), que al fin y al
cabo fueron la que aprovecharon lo poco aprovechable de la llamada
“independencia”, provocaron otro caos en nuestra psiquis colectiva, primero al
provocar la disolución de la “Gran Colombia” en tres países independientes allá
por 1830, desuniendo con amenazas de guerra lo que se pretendió unir con
discursos, proclamas y buenas intenciones, y más tarde al llevar a las huestes
de Ezequiel Zamora y el General Juan C. Falcón a la Guerra Federal (1859) con
el objetivo de lograr “Tierra y Hombres Libres”. Ahora el dilema ya no era “españoles vs
indios-negros-mestizos”, ni entre “colombianos”, “ecuatorianos” y “venezolanos”
(¡triple dilema, o más bien tri-lema!) sino entre “oligarcas” y “peones” (campesinos). Los oligarcas hablaban francés pero seguían
creyéndose españoles, mientras los campesinos medio hablaban español, mezclado
con dialectos “indígenas” y voces africanas, y se creían “venezolanos soberanos
e independientes” (aunque seguían viviendo miserablemente, como sus
antepasados), o al menos eso creían o les hacían creer los ideólogos del
“federalismo”, como Antonio Leocadio Guzmán.
Para darles una idea de lo seguro que estaban los campesinos venezolanos
de esa época de sus ideales “federalistas” y libertarios baste saber que
durante las batallas el grito de guerra “¡Viva la Federación!” se se escuchaba
como “¡Viva la Feberación!”, pues la inmensa mayoría no sabía cómo se
pronunciaba ni qué significaba esa palabra.
Todo se hacía (y lo seguimos haciendo) por inercia.
¿Centralistas y federalistas? ¿Así era la cosa allá por los años
1860s? Los españoles (feudalistas) se
habían vuelto oligarcas (¿capitalistas?).
La historiografía venezolana patriotera y cursi como la que más llama a
estos últimos “terratenientes”, y ¡que viva el idioma castellano, tan rico en
albures y eufemismos! Mientras tanto los
“indios”, “negros” y mestizos se volvieron peones, campesinos y jornaleros, que
a pesar de la abolición de la esclavitud primero por Bolívar y luego por
Monagas seguían siendo esclavos asalariados, otra de aquellas dualidades que
han perdurado hasta hoy en día.
Pero si desde que uno de los Monagas
abolió la esclavitud por decreto en 1854, convirtiendo a los antiguos esclavos
en “jornaleros”, es decir, en esclavos asalariados, ¿no se puede decir que
desde entonces “Venezuela” es un país capitalista? Sin embargo en esa época no se percibía
ninguna dualidad en términos de capital vs trabajo, capitalismo vs socialismo. O al menos ningún historiador lo percibió
así. Lo cierto es que después de la
Guerra Federal “Venezuela” quedó destruida por los cuatro costados, sin nadie
que resguardara las fronteras de la “patria”, el pueblo “soberano” era un
guiñapo donde ni siquiera los oligarcas que sobrevivieron a la horca y a la
quema de sus haciendas podían prosperar.
Los caudillos regionales surgían como hongos y las montoneras de peones
analfabetos asolaban lo que había quedado.
Allí no hubo crisis de identidad ni dualismo alguno, pues aunque no
sabíamos lo que éramos no nos importaba un carajo ni hacíamos la guerra para
resolverlo. Estábamos a la deriva.
Al mismo tiempo llegaron el General
Gómez y el Dios Petróleo a Venezuela, a principios del siglo XXI, como caídos
del cielo y surgidos del infierno, de las alturas y de las profundidades, para
confluir en la silla de Miraflores y gobernar con mano de hierro a este país
que se negaba a ser algo, lo que sea, con tal de evadir otra crisis de
identidad, una más de las tantas que hemos tenido. Podemos hacer lo que sea con tal de no ser
nada, porque nos da asco reconocer lo que somos, una mezcla de todo y al mismo
tiempo de nada. Pero Gómez y Petróleo
llegaron para hacer lo que los españoles en 1492 (convertirnos en un país
feudal a la fuerza): convertirnos en un país capitalista también a la
fuerza. La oligarquía criolla se acercó
como mosca a la leche al Benemérito para ver qué le tocaba de la torta
petrolera (¿les suena familiar?), sin hacer el menor intento por volverse una
clase capitalista, burguesa, creadora de empresas nacionales. Nada de eso, para ellos era mucho
trabajo. Más fácil era mamar de la teta
del nuevo petroestado, es decir, lo poco que les dejaban las empresas
extranjeras. Pero nada que el
capitalismo le entraba a los venezolanos, ni siquiera a la fuerza, ni siquiera
con créditos blandos, que nunca pagaban, o pagaban otros, ni siquiera por
imitación, viendo cómo actuaban ingleses y “americanos”.. Sólo unos pocos tomaron en serio el reto,
pero no fue suficiente para crear una verdadera y sobre todo fuerte burguesía
nacional y nacionalista. A lo sumo lo
que se creó fue una casta importadora de bienes extranjeros, para abastecer una
incipiente burocracia estatal y privada y un microscópico proletariado que
creció a la sombra de la única industria que merece el nombre de industria en
“Venezuela”: la petrolera, la que por inercia generó el resto de la pequeña y
mediana industria, y eso porque se puso al servicio de la primera, la original,
la única que produce riqueza en este país que se rehúsa a definirse.
Eliminados los caudillos regionales
y las montoneras que le robaban la mano de obra a las empresas europeas y
estadounidenses (las que trajeron la segunda oleada de capitalismo a
“Venezuela”, después de Bolívar, Miranda y compañía), comenzó otro dualismo,
más moderno, más conectado con la realidad capitalista mundial: capital vs
trabajo, burgueses (extranjeros) vs proletarios (ex-campesinos “indios”,
“negros” y mestizos). Esta vez no eran
los europeos colonialistas tratando de convertir a los mantuanos en virreyes,
ni los blancos criollos radicalizados tratando de independizar a los mestizos
para volverlos republicanos, ni los oligarcas otorgándoles la libertad a los
esclavos para convertirlos en jornaleros, ni caudillos formando bandas de
bandoleros para saquear lo poco que quedaba.
Esta vez eran capitalistas burgueses foráneos explotando un recurso muy
valioso en el mercado mundial y una mano de obra baratísima creada por siglos
de atraso económico y social para llevarse la riqueza generada a sus países de
origen, dejando más miseria y dualismo existencial como único saldo.
Simultaneamente caminó la eterna dualidad política del siglo XX entre dictadura
o democracia, como si eso representara alguna diferencia de fondo para los
sempiternos esclavos asalariados. Este
dilema alimentó a su vez otra contradicción interna entre adecos o comunistas,
copeyanos o urredistas, democracia burguesa o lucha armada, reforma o
revolución. Ninguna le resolvió nada a
las masas oprimidas, aunque ellas hayan participado masiva y fervorosamente en
todas esos duelos identitarios.
Paralelamente Papá Estado, nacido al
abrigo del Dios Petróleo (el verdadero amo de “Venezuela”), trató en
posteriores gobiernos de crear una burguesía criolla nacionalista que desarrollara
una industria petrolera y en otros sectores que fuese propia, que generara y
acumulara su propio capital, que se guardara en sus propios bancos, en fin,
trató de crear de la nada lo que otros en tiempos anteriores fracasaron en
crear a través de la mera creación de instituciones democrático-burguesas,
siendo este “enfoque” politizado ajeno a la base socio-económica la raíz de su
fracaso. Pero una vez más surgió la ya
mencionada crisis psicológica de identidad social e individual, la que nos ha
impedido ser algo (así sea malo) en este mundo.
La “burguesía” que surgió de este sistema apéndice del mercado mundial
controlado por las elites petroleras no fue industrial sino comercial,
importadora, parasitaria, que sólo se contenta con traer a nuestros puertos y
distribuir en sus comercios lo que otros países sí producen. Una dualidad más para el baúl: burguesía
industrial o comercial, explotando una clase trabajadora que se divide a su vez
en un proletariado industrial minúsculo (que sólo existe en el sector petrolero
y en una porción específica del país) y una burocracia estatal y privada tan
parasitaria como su contraparte capitalista patronal, donde ambas no producen
nada, como no sea dolores de cabeza, que comenzó a expandirse a todo el país
como una plaga de langostas alimentada del presupuesto estatal.
Ese es el triste destino que
comparten la lumpen-burguesía y las burocracias (estatal y privada)
venezolanas, ser o no ser, o ser y no ser, chupando de la teta petrolera hasta
que esta se acabe, sin saber qué harán cuando ésta se agote, esperando que el
dios mercado mundial le dicte sus movimientos, hasta el último momento de su
agonía. Resumiendo, un país que sólo
estuvo seguro de ser lo que era cuando fue una colonia y perdió su “identidad”
cuando trataron de hacerlo “independiente”, y desde entonces no encuentra su
cabeza, que se la pasa buscándola en el piso donde la han dejado sucesivas
guerras, divisiones internas y demás mezquindades propias e importadas, ¿acaso
puede llegar a pensar siquiera en ser “socialista”? Sobre todo sabiendo todo lo que hace falta
para siquiera tener el atrevimiento de plantearse una forma de vida que se
acerque al socialismo: humanismo, solidaridad, respeto por el entorno natural
(precisamente todo lo que perdió al llegar la desgracia “civilizatoria” europea
y su dualidad intrínseca, que se repite cada vez que nos llega una de sus
cíclicas crisis de identidad).
Ese es el eterno dilema de los
“venezolanos”, desde hace más de 500 años, debatirnos en una eterna dualidad
que nunca termina de resolverse y que cada día nos hunde más en la mediocridad
y la deshumanización, que incluso se manifiesta (por si alguno todavía tiene
alguna duda) hasta en las cosas más triviales: ¿Pepsi-cola o Coca-cola, Caracas
o Magallanes, Venevisión o RCTV, AD o Copei, telenoveletas venezolanas o
mexicanas, fútbol o béisbol, católicos o evangélicos, Chavismo o
anti-chavismo? ¿Acaso no son estos
dilemas dignos sucerores de los anteriores?: ¿Amos o esclavos? ¿Monarquía o
República? ¿Integrados o Desintegrados? ¿Federalistas o Centralistas?
¿Dictadura o Democracia? Y más recientemente ¿Capitalistas o Socialistas?
El triste saldo es que ninguno de
esos dilemas fue resuelto y por ello es absurdo plantaerse nuevas dicotomías,
de la misma forma que es una pérdida de tiempo plantearse vivir con otro ser
humano si se es incapaz de cuidar una planta o una mascota. ¿Volar antes de aprender a gatear? Esa actitud sólo garantiza un fracaso tras
otro. Como también lo garantiza mezclar
soluciones. Si alguien tiene alguna duda
sobre esto último, que trate de mezclar chicha con limonada y se la beba, a ver
qué pasa.