OTRA VEZ EL PREMIO NOBEL
Todo parece indicar que Rómulo
Gallegos será premio Nobel de Literatura en 1950. Un
respetable sector de la inteligencia
americana se muestra satisfecho con esa candidatura
que está, además, respaldada por una
obra seria, justamente divulgada, aunque también
explicablemente sobreestimada. Un breve
repaso a la lista de quienes en los últimos años
han recibido el premio Nobel de
Literatura, es suficiente para reconocer que el novelista
venezolano sí merece esa distinción.
Gabriela Mistral, en Chile, se hizo acreedora al
codiciado premio. Su obra poética
tiene un valor indudable: Pero sería necesario olvidar a
otro gran compatriota suyo, Pablo
Neruda, antes de afirmar que era la Mistral quien
verdaderamente merecía, en Suramérica,
el premio Nobel de Literatura. En igual forma lo
recibió Hermann Hesse en Europa, antes
de Gide y antes de Aldous Huxley. Cuando el
primero de los nombrados fue designado
por la Academia Sueca para el significativo
galardón, escribió don Ramón Vinyes,
en su sección de este mismo diario —Reloj de
Torre— una nota crítica sobre la
obra de aquel autor, que me releva de la tarea de
demostrar por qué —en mi concepto—
no merecía Hermann Hesse el premio Nobel de
Literatura. Demian y El lobo estepario
así como los cuentos recogidos en La ruta interior
son, en realidad, obras de valor. Pero
de un valor relativo. Y estoy seguro de que los
venerables miembros de la Academia
Sueca pasarían un rato mucho más agradable
leyendo Contrapunto, Con los esclavos
en la noria —para no citar sino dos de las cosas
más interesantes de Huxley— que una
cualquiera de las de Hesse, con ese fatalismo
oriental que las caracteriza, con ese
budismo teórico que las hace pesadas, iguales,
fatigantemente repetidas.
Por otra parte, cuando la señora Pearl
S. Buck —la autora medio china, medio
norteamericana, de La buena tierra—
recibió el premio Nobel, estaba vivo aún —si no
me equivoco en mis cálculos— nada
menos que James Joyce, cuya obra extraordinaria,
monstruosa, no lo hizo acreedor a ese
premio, tal vez por exceso. En ningún modo por
defecto.
Esos antecedentes establecen una tabla
de valores, dentro de la cual es posible otorgar la
máxima distinción a Rómulo Gallegos,
tan justamente como podría otorgársele a nuestro
Germán Arciniegas, a Luis Alberto
Sánchez o a Lin Yutang, a pesar de que todavía andan
por el mundo Aldous Huxley, Alfonso
Reyes. Y, sobre todo, a pesar de que en los Estados
Unidos hay un tal señor llamado
William Faulkner, que es algo así como lo más
extraordinario que tiene la novela del
mundo moderno. Ni más ni menos.
Creo, sin embargo, que sería inútil
insistir en el caso de Faulkner. El autor de El villorrio
no será nunca premio Nobel, por la
misma razón por la cual no lo fue Joyce. Por la misma
razón que posiblemente no lo habría
sido Proust. Por la misma razón que no lo fue ese
genio inglés que se llamó Virginia
Woolf. Si la institución del premio Nobel fuera más
antigua, posiblemente nos
sorprenderíamos ahora de que no le hubiera sido otorgado a
Cervantes, a Rabelais o a Racine. Por
eso no debemos sorprendernos de que William
Faulkner no sea premio Nobel 1950 y de
que el año pasado —estando ya escritos y
traducidos a varios idiomas, entre
ellos el sueco, sin duda, Mientras yo agonizo, El sonido
y la furia, Luz de agosto, El
villorrio, Santuario, Las palmeras salvajes, varios libros de
cuentos, además— el premio Nobel de
Literatura hubiera sido declarado desierto.
Sorprende menos —en ese ritmo— que
ahora lo reciba Rómulo Gallegos. Dentro de la
línea establecida, quizá nadie lo
merece tanto como él. Y la, circunstancia
especial de que sea suramericano —de
que sea vecino nuestro, casi pariente de los
colombianos— es un motivo de que
registramos con satisfacción la escogencia de su
nombre para el presente año.
Gabriel García Márquez , columna “La
Jirafa”, Diario El Heraldo de Barranquilla, Abril de 1950.
Obra Periodística vol. I
Textos Costeños, Editorial
Sudamericana, pp. 127-128.