CUENTOS
QUE NO CUENTAN
Por
ChUcHO NERY
LOS
CUENTOS DE LA VIEJA: Preámbulo
I
Estos
son los típicos cuentos de una típica vieja, de los que ya nadie
cuenta. Del mismo valor que sus arrugas y sus canas bien podrían
competir con cualquier candidato al Premio Nobel de Literatura, si no
fuese por la procacidad con que a veces los narra. Esa forma tan
particular de echar a andar sus recuerdos en voz alta, sin detenerse
mucho a calibrar quién la está escuchando, se debe en un ciento por
ciento a la vida tan dura que le tocó vivir a la vieja.
Semianalfabeta
y viuda con dos hijos, una hembra, la mayor, y un varón, cinco años
menor que ella, pero que daba la guerra de nueve varones más, tuvo
que echarse al hombro la existencia lavando ropa ajena y cocinando
para los escolares de su pueblo, mientras ligaba secretamente que la
hija se casara pronto y el varón estudiara lo suficiente para que
empezara a trabajar.
Delgada
y con arrugas prematuras, alguna que otra cana, se levantaba a las
cuatro y se acostaba a las nueve, después de rezar el rosario con su
cabito de vela que nunca le habría de faltar, pues no sólo obligaba
el cansancio de la jornada diaria sino que tampoco había en el
rancho de tablas una radio, mucho menos televisión.
El
cinematógrafo era un lujo para familias “completas” y sueldo
cómodo, y aunque la vieja hubiese podido comprar un radiecito a
plazos donde el turco tampoco tenía electricidad, otra suntuosidad
sólo al alcance de los llamados pudientes.
Su
piel blanca había desaparecido bajo el luto por su esposo ahorcado,
el ardiente sol característico de la zona y los malos ratos que le
hacía pasar su único hijo varón, el que valía por nueve más. De
ojos claros y una dignidad que se podía confundir con arrogancia
supo ganarse el respeto que de otro modo se habría transformado en
lástima, algo que ella se cuidó muy bien de poder evitar.
El
primer cuento bien podría ser la vez que su marido regresó temprano
al humilde ranchito de madera de su trabajo de vendedor de agua
transportada en dos latas montadas sobre el lomo de un burro porque
había noqueado a un desconocido por haberle mentado su madre.
O
tal vez las tantas ocasiones en que tuvo que ir citada la la escuela
técnica donde estudiaba (o eso intentaba) su hijo varón porque este
se había peleado por enésima oportunidad con alguno de sus
compañeritos.
No
importa si el orden no es en estricta cronología de los hechos o de
los recuerdos, a ella le da igual lo que haya ocurrido primero, pues
su marido seguía ahorcándose todas las tardes, su niño continuaba
dándole motivos para lamentarse y su hija ya comenzaba a ignorarla
aun antes de casarse e irse a vivir a otra casa.
II
Se
podría decir que el marido de la vieja, el ahorcado, se podía dar
el lujo de levantarse “tarde”. Ella se paraba a las cuatro,
antes de que cantara el gallo difónico que tenía la vecina, que a
lo lejos le anunciaba a la manzana entera la llegada de otro día, a
preparar el magro desayuno a sus hijos y a su esposo, a lavarse la
cara con el agua que él le traía y que le “sobraba” de su
trabajo, vertida en la poncherita de peltre, sin espejo y sin cepillo
para arreglarse el cabello, liso y fino, sólo un peine al que le
faltaban algunos dientes.
El
hombre de la casa podía dormir un poco más, hasta las seis, cuando
la casa ya estaba sola. Se despegaba de su chinchorro de nylon, en
el cual dormía solo pues en la madrugada, después de pararse a
orinar con la puntualidad de un reloj atómico en el amplio patio
trasero, se cambiaba del catre que compartía con la vieja hasta su
nido colgante, una rutina que se había estado repitiendo desde que
estaban casados hace ya trece años.
Comía
lo que le había dejado la vieja, una arepa de maíz pelado, molido
en una piedra con un poco de agua y convertido así en densa masa, un
poco de queso salado rallado y café muy clarito en una magullada
tacita de peltre. Cuando el sol comenzaba a colarse por las rendijas
era la señal para ponerse unas alpargatas, la camisa de trabajar con
alguno que otro botón faltante, los pantalones de kaki y el sombrero
de paja e ir a buscar al cuadrúpedo compañero de trabajo, que
descansaba amarrado junto a la mata de mamón justo en medio del
patio.
Con
las latas de cargar agua vacías ya colgando del lomo del jumento se
disponía a recorrer los 8 kilómetros que separaban su casa del
depósito de agua de la ciudad, que no era otra cosa que una estación
para la llegada de los camiones cisterna que la compañía petrolera
había instalado para surtir del vital líquido a los campos
residenciales de sus gerentes, tanto para sus prolongados baños
diarios como para el riego del verde césped de sus casas.
Los
demás mortales, como el ahorcado aguatero, debían recorrer
distancias de consideración para hacer una cola junto a otros
vecinos, entre competidores que también revendían el líquido en
otras zonas del pueblo y comerciantes que lo necesitaban para el
quehacer diario de sus negocios, y una vez abastecidos y luego de
haber pagado el precio que fijaba la compañía, quien lo traía de
un embalse, el único a muchos kilómetros a la redonda, debía pegar
la media vuelta y cumplir con el laborioso servicio de llevárselo
hasta las puertas de sus casas a los habitantes de los ranchos que no
tenían burros ni fuerzas suficientes para hacer diariamente el mismo
trayecto.
Ocho
kilómetros de ida y vuelta para transportar dos latas de agua de
doce litros cada una y revender cada litro en una locha, doce
céntimos y medio, y así poder llevar algo de sustento que aliviara
la carga de la otra burra, la vieja lavandera y cocinera.
Al
regresar el sol todavía no estaba muy alto, pero como si estuviera
justo encima de uno, a pocos metros de la cabeza. Esa zona del país
es infernal, a cualquier hora del día, hasta para un burro. Por eso
había que ir despacito, para que ninguno de los dos se deshidratara
y se desmayara, pues si eso ocurría allí mismo se quedaban, secos y
tapados por la arena, pues las ambulancias, como ya se podrá haber
deducido, estaban reservadas para los refrescados gerentes de la
compañía petrolera, sus esposas y sus rollizos hijitos, si es que
alguien se daba cuenta y pedía auxilio por ellos, algo muy poco
probable.
Apenas
quedaban fuerzas para halar al burro por el mecate con que lo llevaba
amarrado, vigilar que no comenzara a trotar para que el agua no se
regara de las latas con el bamboleo, pues el camino de tierra no era
precisamente plano, y gritar el pregón para anunciar su llegada a
sus clientas, que siempre eran las mismas y siempre le dejaban en una
de las latas la cantidad exacta de agua para las necesidades de su
propia casa.
¡Llegó
el agua!, era la primera voz humana que escuchaban llegar desde la
calle las amas de casa de los ranchitos. Después venía la del
lechero, aunque no todas compraban leche, el platanero, y por último
el chatarrero, comprando hierro colado, latas, cobre, tubos,
alambres, y demás materiales inservibles o sin uso por los que la
gente quisiera pagar para que alguien se deshiciera de ellos.
Las
señoras salían de sus casuchas con su propio recipiente, lo
llenaban con la cantidad de agua que necesitaban, unas veces más,
otras menos, pagaban sus lochitas y se despedían cordialmente del
aguatero, el que les llegaba con aquella bendición, el que les
ahorraba el viaje y se ocupaba de llevársela lo menos salpicada de
polvo del camino como le fuese posible.
Terminada
la ronda, poco antes que hiciera su aparición el mediodía asesino,
no quedaba más remedio que refugiarse bajo la sombra de la frondosa
mata de mango que quedaba en la “esquina” del pueblito, en el
extremo donde terminaba una de las únicas cuatro calles de tierra,
la que colindaba con la orilla del lago, que aunque almacenaba
trillones de litros de agua no era apta para el consumo debido a la
nata verde (algún tipo de alga microscópica) que siempre adornaba
su resplandeciente superficie.
Al
menos el lago traía la brisa y el consuelo de un baño casual, cosa
que hacía a veces sin necesidad de toalla, pues el calor y el viento
se encargaban de secarlo al instante, a él y a la ropa, cosa que no
podía hacer el pobre burro, su compañero de trabajo con el cual no
compartía las ganancias, pero que el menos recibía su ración
diaria de monte religiosamente cortado de entre los tantos matorrales
que abundaban en esas tierras, así como su agua, aunque mal no le
habría venido una pequeña remojada con agua del lago traída en una
de las latas que él diariamente debía cargar sobre su huesudo lomo,
pero eso sería tanto como cambiar de lugar, y la humanidad en
aquella época no estaba tan avanzada en eso de consentir a los
animales.
III
El
regreso a casa no se hacía después de cumplir su trabajo con el
burro, aun faltaba el almuerzo, y eso lo hacía todos los días yendo
al primer trabajo de su esposa, la cocinera, en la escuelita primaria
del pueblo, que al menos quedaba cerca de su habitual sitio de
descanso bajo la mata de mango, que de paso, siempre que fuera
temporada, también le suministraban a él y al burro una suculenta
merienda.
El
trayecto, aunque corto, llevaba cierta dosis de penuria. Había que
pasar frente a las casas de los gerentes de la compañía, a sus
jardines de verde césped, flores, jardines, porches con cómodas
sillas acolchadas y mesitas con su jarra llena de limonada fría y
sus vasitos prestos a ser utilizados por sus felices dueños. Con la
cabeza alta pero la cara medio tapada con el sombrero de paja, no se
sabía quién llevaba la mirada más triste, si el aguatero o el
burro.
Las
calles en ese sector sí estaban asfaltadas, con el oro negro
extraído por los obreros petroleros, la mayoría llegados de otros
estados del país, y hasta de más allá, como el papá del ahorcado,
el vendedor de agua ayudado por un burro.
La
vieja contó alguna vez que su suegro, al que nunca conoció, era
italiano y no llegó directamente a la incipiente zona industrial,
atraído por los sueldos más elevados que pagaban las petroleras
extranjeras por meterse en una lancha, cruzar las olas del lago hasta
su centro y partirse el lomo construyendo las plataformas que
sacarían el otro líquido preciado con sus taladros, o meterse monte
adentro abriendo camino con la guía de un indio de la zona, entre
culebras y tigres, para perforar un pozo allí donde ya los
ingenieros habían detectado que estaba la profunda mina, cargada y
lista para que sus comadronas le extrajeran al “niño” que
llevaba en sus entrañas.
Llegó
a un pueblo costero sobre el mar Caribe, quizás buscando esposa o
establecer un comercio, pero los vaivenes de la vida lo llevaron más
allá, hasta esos pueblitos en plena construcción, donde los que
perseguían como sabuesos el olor a petróleo perforaban y allí
mismo “fundaban” un caserío alrededor del pozo, que más
adelante se convertiría en ciudad.
Allí
tuvo al ahorcado y lo dejó en la miseria, solo con un burro, que de
medio de transporte pasó a convertirse en medio de subsistencia.
Por todo eso no debería habérsele hecho tan difícil la travesía
diaria por la zona rica del pueblo, llena de alambradas
electrificadas y perros guardianes, de vigilantes privados y carros
tamaño familiar, mas sin embargo este vendedor de agua lo que tenía
de trabajador lo tenía de acomplejado.
No
se parecía en nada a la vieja, su esposa, la cocinera, aunque sí en
lo físico. La misma piel blanca, la misma altura, por encima de
ciento ochenta centímetros, la misma contextura delgada y la misma
mirada triste pero elevada por encima de los demás, en este caso
también sin arrogancia. Caminaban con la mirada recta y dirigida al
horizonte por costumbre, por postura, no porque se creyeran más que
nadie. A pesar del calor y de las carencias la mirada siempre estaba
arriba y hacia adelante, con tristeza pero sin odio.
También
era de poco hablar, esa sería otra diferencia respecto a nuestra
vieja, nuestro viejo era un hombre muy callado. Le costaba mucho
iniciar una conversación, aunque siempre estaba dispuesto a
terminarla pegando una seca media vuelta, sin despedida. Una vez
iniciada dejaba que los demás fuesen quienes la llevaran, sin
importar si esta saltaba de un tema al otro o si carecía de tema en
absoluto.
Los
únicos a quienes podía llamar “amigos”, que en realidad eran
conocidos, eran sus vecinos de rancho, con quienes a veces conversaba
por encima de la cerquita de alambres, disfrazada con verdes
enredaderas, que le daban una apariencia natural. Si hablaba más de
diez minutos con sus hijos era mucho, y más de media hora con su
esposa era señal inequívoca de que estaba borracho.
IV
A
nadie le extrañaba en la zona bonita del pueblo petrolero que
alguien, aunque estuviese acompañado de un burro, se tapara media
cara con un sombrero cuando iba pasando. El ardiente sol justificaba
eso, inclusive un burro con sombrero. Nadie iba a voltear ni a
llamar a los vigilantes privados para que le echaran un ojo al
extraño transeúnte y su mascota, cosa que sí podía ocurrir si el
paseante no llevaba sombrero. Ese hipotético personaje sí que
merecía que le prestaran un poco más de atención, y hasta ser
enviado inmediatamente al manicomio.
Una
vez pasado el trago amargo de la envidia y la vergüenza de que todos
los residentes del “campo” recordaran diariamente el oficio del
caminante con sombrero de paja, camisa blanca, alpargatas y pantalón
kaki, la vida ofrecía sus compensaciones. La vieja esperaba, ya
pasada la hora pico de la escuela, con sus dos platos de comida
caliente al esposo que apenas terminaba su faena mientras ella se
preparaba para la siguiente, el lavado de ropa ajena.
No
era el único esposo cuya consorte lo esperaba para ofrecerle algo de
lo que quedaba luego de alimentar a los veinticinco afortunados
infantes de la escuela primaria. Cuatro señores más acompañaban a
su esposa, madre o hermana, que también trabajaba en el comedor
escolar, y la ayudaban a raspar la olla sin que quedara ni un sólo
huesito para el perro, si es que tenían alguno en casa.
Con
poca conversación y mucho apetito se encargaban de facilitarle la
tarea a las lavaplatos, pues apenas si dejaban migajas. Luego una
fumadita de cigarrillo sin filtro bajo los árboles de la parte
trasera, lejos de la vista de los alumnos y de la directora, y juntos
andar el camino a casa, ya con el sol menos maligno de las cuatro de
la tarde, pues este ya se sumergía en las verdes aguas del lago, que
para entonces más bien se veía anaranjado.
El
paseo del comedor a la casita hecha de tablas, sin pintura, no tenía
nada de romántico, pues sólo significaba para la vieja el inicio de
su segunda faena, la de lavar ropa ajena, y para el aguatero irse a
cortar el pasto medio seco para el burro, después de descargarlo de
sus utensilios de trabajo y vaciar el agua para el uso de su casa en
el pipote de hierro comprado a una de las compañías petroleras,
sobrantes de los que ya no se usarían para guardar petróleo, y que
los pobres aprovechaban como tanque de almacenamiento.
Cuando
el dueño del cuadrúpedo regresaba con el atajo que sería el
almuerzo y la cena del animal ya la vieja estaba doblada sobre la
batea, remojando la ropa que las esposas de los gerentes le enviaban
con sus sirvientas, envuelta en blancas sábanas con el nombre de
cada clienta tejido o cosido sobre ellas, apilados por separado sobre
las pocas sillas de madera de la casa o en el piso de tierra,
esperando su ración de jabón azul y su tiempo de estar colgando en
el largo alambre que recorría casi todo el patio trasero, sembrado
de un alto y frondoso mamón, dos mangos, cuatro cocales y una mata
de ciruelas, para que el viento y el sol de la tarde hicieran el
resto.
Lo
único que hacía el aguatero a esa hora era recostarse en el
chinchorro, beber café muy clarito y escuchar las décimas de la
vieja, cantadas a ritmo de gaita al compás del va y viene de sus
manos juntas sobre la ropa mojada envuelta en la espuma del oloroso
jabón.
CUENTOS
QUE NO CUENTAN
LOS
CUENTOS DE LA VIEJA: La muerte colgando de una soga, la vida de un
alambre
I
Aquí
es donde los cuentos de la vieja se vuelven cuentas … por pagar.
Aunque vivió para contarlo no siempre fueron alegres anécdotas
salpicadas de dulces memorias familiares. Como las que contaba con
una nostalgia al borde de las lágrimas sobre su vida de soltera, en
un campo no muy lejano al pueblecillo donde vivió con su marido y
sus dos hijos. Eran dueños su papá, su mamá, sus seis hermanas y
tres hermanos, de una finca territorio adentro, lejos de las orillas
del lago pero con abundante agua proveída por dos riachuelos
cercanos, de los cuales sólo uno se secaba en verano.
Allí
se trabajaba y se cantaba, se producía y se vendía, no tanto como
para construirse una mansión y llenarla de sirvientes, pero sí para
que cada cual tuviera su cama, sus vestidos nuevos, sus caballos de
paseo, sus tres comidas y hasta sus meriendas todo el año, sin
importar la temporada. Dulces de todo tipo que todas aprendieron a
elaborar de su madre, de recetas que se habían transmitido de
generación en generación por siglos, sin perder un ápice de
precisión y sobre todo de sabor.
Uno
de sus mayores recuerdos era la reunión de todas sus hermanas, en
parejas sobre un pilón de maíz hecho de madera, cada una con su
mazo moliendo rítmicamente el amarillo vegetal para hacer la masa
para las arepas o las hallacas que se comían en diciembre, y sobre
todo, cantando las viejas gaitas cuyas letras se habían compuesto en
aquellas regiones hace décadas y se habían mantenido intactas a
pesar del tiempo y del espacio trascendido.
Ya
mayor su hijo el travieso, el que casi todas las semanas la obligaba
a ir a la escuela a responder por los chichones que le había
provocado a sus oponentes, pudo escuchar, sumergido en llanto,
después de muchos años, un pedazo de aquellas melodías ancestrales
hoy distorsionadas por el mercantilismo discográfico, en lamentables
circunstancias.
Ya
muy anciana la vieja se había dado una de sus tantas caídas debido
a su necedad y a su ceguera, en la época de una de sus tantas
“visitas” (en realidad “estadías”) en casa de su único hijo
varón, acentuando su ya manifiesta demencia senil, lo cual provocó
que estando en la clínica privada a la que él la llevó, recostada
sobre la camilla esperando su turno ante la sala de rayos X,
comenzara a cantar y a bailar, con su pierna rota, una de aquellas
gaitas que solía entonar al lado de sus hermanas en la casa de campo
que compartían junto a su familia.
¡Vaya
cambio le trajo el matrimonio! Pero la vieja jamás expresó ni un
asomo de arrepentimiento. Amó fielmente a su esposo, a pesar de las
carencias materiales y afectivas, lo cual le hizo cambiar el carácter
ameno y cordial heredado y aprendido en su próspero hogar, que a
veces afloró en su trato a los demás en épocas muy posteriores,
algo que llegó a confundir a más de uno.
Tanto
fue su amor por aquél pobre diablo que sólo podía ayudarla
vendiendo agua de casa en casa con un burro, que al enviudar
relativamente joven se puso su anillo negro, como manda la tradición,
y jamás volvió a juntarse con otro hombre, con todo y quedar sola
con dos hijos menores de edad, viviendo en un rancho de tablas y con
pocas perspectivas de que tal situación mejorase.
¿Qué
habría pasado si en vez de morir el aguatero primero hubiese muerto
la vieja? ¿Qué habría sido de los hijos? Porque el esposo,
evidentemente, se habría colgado inmediatamente, dejando a dos
huérfanos de padre y madre. Pero no fue eso lo que sucedió.
Muchísimas
veces los nietos le preguntaron a la vieja, desde que se enteraron
por su boca de lo que había sucedido, cuál había sido el motivo
por el que el viejo se colgara de la mata de mamón sembrada en el
patio trasero de la humilde casita. Siempre respondía lo mismo: “No
lo sé”. De niños y de adolescentes le creyeron ciegamente a la
vieja, como manda la tradición, pero ya de mayores tuvieron sus
dudas, aunque no con malicia, sino más bien con frustración.
Después
de grandes algunos pensaron que la vieja no quiso revelarles la
verdadera razón para proteger la reputación de su amado esposo
muerto, tal vez porque sintiera vergüenza de su estado mental o para
proteger a un tercero. Otros lo asociaron con el incidente con el
hombre que insultó a su madre, pero ella siempre aclaró que eso
había sido mucho antes.
Sobre
ese asunto siempre resaltaba que su abnegado marido haya reaccionado
de aquella manera, sentando de culo a su ofensor de un solo puñetazo,
dado su carácter pasivo, callado y pacífico. Inclusive llegó a
afirmar categóricamente que esa había sido la única vez, desde que
lo conocía, que había actuado de esa manera. Los pocos detalles se
deben a que el mismo protagonista, repitiendo las mismas
circunstancias que la vieja a la hora de relatar los detalles del
ahorcamiento de su esposo, se limitó a contarle, el mismo día que
sucedió, que el tipo le “había mentado su madre”, nada más.
Después
del incidente de la afrenta lavada a puñetazos la vieja cuenta que
el aguatero dejó de trabajar por una semana. Permaneció callado en
la casa, hablando apenas, sin salir del rancho, tan sólo para
traerle al burro su almuerzo/cena. La vieja nunca contó quién les
llevó el agua mientras duró el asueto.
La
vieja continuó trabajando medio día en el comedor escolar y medio
día lavando ropa ajena. En la escuela no se le hizo difícil
cocinar para veinticinco niños, cuatro maestras, una directora, una
sub-directora, una secretaria, tres obreros y un vigilante, pues en
su viejo hogar en el campo ya lo había hecho, desde niña, para seis
hermanas, tres hermanos, su mamá, su papá, cinco peones y decenas
de transeúntes a los que nunca se les negaba un trago de agua, de
café o una arepa con queso de cabra.
II
De
los dos trabajos el que más le molestaba al esposo que ella
realizara era el lavar ropa ajena. Siempre se opuso pero la economía
familiar siempre se imponía. Cuando regresó a su labor de aguatero
a la vieja le ofrecieron el puesto de ecónoma en el comedor escolar,
algo así como una administradora, cargo que ya venía ejerciendo de
facto, pues la titular sólo se dedicaba a pelear con las demás
cocineras, por lo cual se dedicaba a otras cosas y apenas se asomaba
a la cocina, en tanto su esposa cubría ese hueco disponiendo qué
cantidad de ingredientes se iban a necesitar, estaba al tanto de los
precios pues se conocía todo el mercado y a sus vendedores, en
virtud de que debía recorrerlo todo y regatear siempre para estirar
sus bajos ingresos, y se llevaba bien con todo el mundo, inclusive
con la ecónoma peleona, que hasta llegó a recomendarla para el
mencionado puesto.
Pero
hubo un problema. Cuando la directora la entrevistó para conocer su
grado de instrucción la vieja no tuvo más remedio que confesar que
sabía apenas lo necesario: leer, escribir, sumar y restar (que era
toda la escuela que se adquiría en el campo), lo cual no alcanzaba
para el cargo de ecónoma, que según los reglamentos del ministerio
de educación requería como mínimo tener aprobado el tercer grado.
No
bastaron su buena relación con sus compañeras de trabajo, su
dominio del oficio, inclusive por encima del nivel de muchas que sí
tenían hasta el sexto grado de primaria aprobado. Las reglas eran
las reglas, y en una escuela donde se estaba enseñando a niños la
importancia de terminar su formación inicial para así poder aspirar
a entrar en el liceo, y culminado este la universidad, no podían
permitirse ese tipo de excepciones.
Ese
fue un duro golpe para la vieja, pues ese cargo representaba no sólo
una subida en sus ingresos sino también la posibilidad de abandonar
el otro empleo, lavando la ropa de las demás personas, que ya
causaba estragos en su aun fuerte salud.
III
Pero
el golpe de gracia aun estaba por venir. Asumida ya la nueva/vieja
situación no quedaba más que echar pa'lante y confiar en que todos
aquellos sacrificios hechos para sus dos hijos, la hembra de doce y
el varón de siete, se tradujeran en un mejor nivel de vida en el
futuro cercano para todos.
Ambos
hijos estaban estudiando, aprovechando que la educación era gratuita
y habían escuelas cerca, menos liceo, que estaba en la capital del
estado. El único lunar lo constituía el hijito peleador, el dolor
de cabeza de la ya de por sí atribulada vieja. Al menos dos veces
por semana debía suspender su trabajo de lavandera para ir a atender
la queja de turno en cuanto al pendenciero comportamiento de su hijo,
que cursaba la primaria en la escuela técnica que quedaba al frente
de su casucha, como para compensar en algo el gasto de transporte que
habría tenido que pagar de tener que estudiar más lejos, o de no
haber podido estudiar al no poder trasladarse hasta su su sitio de
estudio.
No
estudiaba en la misma institución donde ella trabajaba cocinando
porque aquella escuela estaba reservada para los hijos de los
gerentes de las compañías petroleras y alguno que otro desposeído
con aptitudes de buen estudiante o vínculos con alguna de las
trabajadoras del lugar. Eso le habría facilitado un poco la vida a
la pobre cocinera/lavandera, pues al tenerlo cerca tal vez su hijo se
habría comportado mejor, o al menos lo habría pensado dos veces
antes de tumbarle los dientes a alguno de sus compañeritos de clase.
El
hijito no había salido ni al padre ni a la madre. No se callaba
nada ni respetaba a los demás. Para él todos eran sus enemigos:
compañeros de clase, maestros, trabajadores de la escuela. Su
actitud se hizo tal que inclusive provocaba las peleas cuando en el
transcurso de la semana nadie lo incitaba. Los maestros y directores
estaban hartos. Estuvo a punto de ser expulsado de por vida, y de
que no lo aceptaran en ninguna otra escuela. Eso habría sido la
debacle para la vieja.
IV
Uno
de aquellos días, mientras la vieja la gritaba al burro para que no
se comiera una ciruelas que estaban madurando y las estaba cuidando
para dárselas de merienda a sus hijos, llegó el niño con una nota
de la escuela. Habría sido una más de la colección de no ser
porque esta en particular llevaba la firma de la directora en
persona, escrita en un tono que no había encontrado en las
anteriores. Su reacción no fue de ira sino de vergüenza, y al
mismo tiempo de angustia. En cierta forma intuyó que no se trataba
de una reprimenda más, sino de un anuncio definitivo.
La
recibió con paciencia, tomó sus espejuelos, que ya necesitaba para
leer de cerca, leyó de pie, la dobló cuidadosamente y la guardó en
un cajoncito sobre la repisa de madera, encima de la cocina de
kerosén, donde guardaba la plata lejos del alcance de los
potenciales traviesos que podrían merodear cerca (aunque en aquella
casa nunca entraba nadie, hombre o mujer, niño o adulto, a menos que
estuviera el esposo), y mientras se cambiaba las chancletas de goma
que llevaba puestas para lavar por sus zapatos de salir, que de tanto
salir casi parecían chancletas de goma, juntó sus manos
encallecidas, con sus dedos pelados por los efectos del jabón y la
frotada contra la batea, y pronunció una breve oración en silencio
frente a la opaca imagen impresa sobre cartulina de la Virgen del
Rosario, patrona del pueblucho, pegada con un chinche en la pared de
tablas que dividía la cocina de la “habitación” de los niños,
y salió directo a la escuela que quedaba en frente, como para que no
todo fuese tan malo para la pobre vieja.
Llegó
expeditamente, conociendo ya la ruta, que había transitado tantas
veces, entre resignada e iracunda, resignada ante lo que sabía que
le iban a decir las autoridades e iracunda con su hijo, al cual le
daría su merecido al regresar de la reprimenda, con unos furiosos
rejazos no exentos de una extenuante carrera alrededor de la mata de
mamón. Pero esta vez no había resignación, había determinación,
para que no expulsaran a su hijo, el único varón, el único que
ella creía que no se iba a casar pronto, como ella creía que sí
iba a hacer la hembra, pues según sus anhelos más profundos este
sería el hijo que, a pesar de su carácter pendenciero e
irresponsable, la iba a sacar de su actual miseria.
Y
esa determinación se la daba el corto mensaje enviado por la
directora, y más que el mensaje, el hecho que haya sido la directora
la firmante del mismo. Y tal como lo presentía, la cara de la
directora no podía ser más elocuente. Un seco saludo y una
invitación a sentarse que más que invitación pareció una orden,
que al quedar a solas se volvió casi un sentido pésame. Un breve
repaso de antecedentes, de recordatorios sobre su gran
responsabilidad al frente de la institución, de lo difícil que fue
lograr que ese niño entrara en esa escuela, de su infinita
paciencia, de todas las perdones y oportunidades que en el pasado se
le habían otorgado graciosamente.
Ni
siquiera la pausa para invitarle un café, mientras la directora
tomaba un segundo aire y así poder darle la noticia a la vieja
confiando en que su previa lectura de considerandos había logrado su
cometido de quitarle toda herramienta que pudiera servirle a esta
para defender a su pupilo, pudo servir para aliviar lo tenso del
ambiente o permitirle ensayar un gesto de súplica en su cara
mientras la directora recitaba su caletre mirándola fijamente. El
torneo de miradas había terminado, sólo una había logrado su
efecto.
“Señora,
lamentablemente su hijo queda expulsado”. La frase que no quería
escuchar, pero que sabía que iba a escuchar inevitablemente, produjo
el extraño efecto de asombro mezclado con desesperación. Sin
embargo la vieja no perdió la compostura, su templado carácter y su
dignidad de persona humilde, honesta y trabajadora hizo la mejor de
sus apariciones. Cuando en la mayoría de los casos podía esperarse
una resignada aceptación, un intento de soborno o una amenaza, la
vieja sólo pudo mostrar el único recurso que le quedaba: apelar a
la sensibilidad de la directora, como madre, y al mismo tiempo
trasladarle a ella, inteligentemente, la resignación que debía
estar embargando a la vieja.
“Ay,
señora directora, es mi único hijo varón, yo trabajo todo el día
y además, le falta poco para sacar el segundo grado”.
CUENTOS
QUE NO CUENTAN
LOS
CUENTOS DE LA VIEJA: Las desgracias siempre llegan en batallones
I
“Por
ser Usted una persona seria y honesta le voy a dar otra oportunidad a
su hijo, pero a la próxima sale expulsado”. Fueron las palabras
definitivas de la directora de la escuela técnica donde estudiaba el
hijo de la vieja. En realidad lo perdonó porque la vieja era pobre
y a pesar de todo el aspirante a boxeador era su única esperanza en
la vida. Fue una forma de decirle: “Si Usted aun cree que ese
muchacho que saca malas notas, es sumamente grosero y se pelea con
todo el mundo es su mejor oportunidad para mejorar su vida, allá
Usted”.
Salvado
el escollo el peleador callejero recibió una dosis de su propia
medicina. Golpes iban y venían por todo su cuerpo, alcanzado por
palos, rejos, empujones y pescozadas. Tumbado en el suelo, sobre su
famélica humanidad llovían reproches y amenazas sólo interrumpidas
por certeras embestidas que aprovechaban su acorralamiento en una
esquina de la casita de madera. Antes de quedar desmayado, ya
entregado al justo castigo, interviene la voz de su hermana pidiendo
clemencia y exhortando a la calma.
Más
oportuna no pudo ser tal intervención. La vieja, con el rostro
enrojecido y los ojos desorbitados, estaba ella misma a punto de
sufrir un desmayo. En medio de la frustración por no haber podido
lograr que el hijo rectificara su mal comportamiento y la inmensa
vergüenza que le habían producido tantas citaciones juntas (a ella,
que procuraba cumplir con todos sus roles a cabalidad para evitar la
censura social) la vieja perdió la noción del tiempo que llevaba
dándole palo al hijo y del espacio que había recorrido para
alcanzarlo, al punto de casi perder el conocimiento.
Al
flagelar a su hijo se estaba flagelando ella misma, por dentro, que
es donde más duelen los embates de la violencia física. Cada golpe
era para ella una claudicación, una aceptación pública de su
fracaso como madre, lo cual aumentaba su ira. Tal vez haya sido ella
la que más sufrió con aquel castigo, si es que quieren agregarle el
remordimiento instantáneo que se siente al golpear a un hijo, por
muy merecido que se lo tenga.
A
sus doce años, madurado el carácter por la pobreza, la hija mayor,
la única hembra, se ve obligada a forcejear con su madre, por
primera vez en su vida, para evitar que casi mate a su hermano.
Nadie había allí para ayudarla. Su padre aguatero había salido,
no se sabe a qué ni adónde, los vecinos nunca se metían en esos
asuntos y el único testigo eran el burro y el gato mascota de su
moribundo hermano, que yacía tendido en el seco piso de tierra del
rancho de lamentaciones en que se había convertido su humilde
morada.
A
duras penas, lograda la tregua, sólo quedó disimular el momento
haciéndose eco de los regaños, para no alterar más a su madre, la
vieja cocinera/lavandera, que con toda paciencia había soportado por
siete años las majaderías de su retoño y ya no aguantaba más.
Hecha la pantomima, muy mal disimulada, con su verdadera cara de
angustia la hermana se acerca a ver lo que había quedado de su
hermano, que trataba de incorporarse sobre sus rodillas, temblando
entre lágrimas, sin pronunciar palabra, con la mirada del que se
sabe castigado de más, aunque lo mereciera, con brazos y piernas
enrojecidos por los latigazos hechos con objetos de todo tipo, los
que la vieja iba encontrando a su paso, al paso que daba la carrera
dada por ella y su hijo por todos los rincones de la casita.
No
había nada en aquel hogar para curar un moretón, excepto agua, que
nunca estaba fría. Lo único fue abrazarlo, llorar con él, sentir
su dolor en cada sollozo suyo, en cada suspiro involuntario, hacer
que no se sintiera solo. Una tarea nada fácil pues debía tratar de
calmar a la madre también. ¿Qué cara se pone en esos casos?
Saber que la madre está en su derecho y tiene toda la razón, pero
rechazar internamente lo extremo de las represalias. Considerar el
estado en que quedó su hermano pero aceptar que su comportamiento ha
sido el detonante de todo.
II
Nadie
cenó esa noche en la casita de tablas. Los dos hermanos metidos en
su cuarto, en silencio, mientras la madre descolgaba la ropa que
había lavado y la doblaba cuidadosamente para guardarla en sus
bultos respectivos, a la espera que sus dueñas (o más bien sus
sirvientas) vinieran a buscarlos y a pagar por la lavada. El viejo
aun no regresaba. Era la primera vez, pero nadie se había dado
cuenta aun.
Cuando
la vieja se percató por fin de la ausencia de su marido, más bien
de la hora, pasó por alto el rosario, que siempre era después de
cenar y justo antes de irse a dormir, y se paró al frente de la
casucha. La única fuente de luz en las calles de tierra eran los
mechurrios de gas, instalados por las petroleras para dejar que
saliera de las entrañas de la tierra en una cantidad tal que podían
darse el lujo de utilizar un poco para exportar y otro tanto para
alumbrar día y noche los pueblecitos levantados al ritmo de la
explotación del petróleo.
Las
calles estaban vacías, todos se disponían a dormir. Apenas unas
pocas ventanas alumbradas con velas se dejaban ver en medio del
polvillo que levantaba el viento que siempre soplaba a esa hora, en
la penumbra del día que moría y la noche que nacía. Esas
lucecillas que apenas servían para recordar que en aquellos montes
que hasta no hace mucho poblaban exclusivamente serpientes, tigres y
mochuelos, vivían seres humanos, pronto se apagarían, pues aquellas
gentes se cuidaban mucho de dejarlas encendidas toda la noche para
evitar que se repitiera la tragedia de otro pueblito petrolero que
existió no muy lejos de allí, arrasado en su totalidad por un voraz
incendio que en dos jornadas nocturnas acabó con sus casas hechas de
madera sin que ni siquiera la cercanía del lago, a unos pocos
metros, haya servido para salvar ni una sola tablita.
Cuando
todas las velas cerca de las ventanas se apagaron fue que la vieja
sintió que en verdad estaba sola. Su tenue presencia temporal le
servía de consuelo mientras, parada allí frente a su humilde casa,
esperaba vislumbrar la sombra de su esposo. Por primera vez desde que
se casaron su amado aguatero no estaba en casa después de las seis
de la tarde, la hora del rosario y la víspera de la cena. La
situación no podía ser más extraña. Debido al ataque de cólera
sufrido horas antes había pasado por alto preparar las arepas, rezar
y cerrar las puertas y ventanas, como hacía todas las noches, y se
hallaba afuera, huyendo de todas esas obligaciones, así fuese por
unos instantes, así supiera que tenía que regresar tarde o
temprano, si no a hacer la cena y rezar, por lo menos a cerrar las
puertas y las ventanas, esa noche más que nunca. Y por otro lado si
entraba, así sea a cerrar las puertas y las ventanas, como hacía
todas las noches, era como si estuviera dándole la espalda a su
esposo, que nunca había dejado de pasar una noche en su casita de
tablas desde que se casaron.
III
Cuando
el aguatero llegó a la casa, entrando por la puerta de atrás, nadie
saltó de sus catres de madera. Y no porque no lo hayan sentido
llegar o por exceso de confianza o pereza o apatía provocada por lo
que había pasado en la tarde del día anterior. Tampoco fue porque
ya conocían sus pasos. Era porque tenían la certeza que nadie se
iba a meter a robarles una cocina de kerosén, que era el único bien
inmueble de valor que tenían por toda riqueza. Lo demás era ropa
paulatinamente destruida por el uso, zapatos con agujeros, una cajita
con dinero que no duraba más de dos días en su interior (ese día
no era uno de ellos), un burro viejo y un gato mascota que nunca
dormía en esa casa, pues sólo iba de visita a jugar con el
muchacho.
Abrió
la puerta sin hacer ruido, se quitó la ropa, quedando sólo en
interiores, y tranquilamente se metió en su chinchorro, en medio de
la oscuridad, como los ciegos veteranos que recorren su casa sin
tropezar con nada, sin ayuda de bastón. Afuera una suave brisa que
llegaba del lago se colaba por las rendijas, en ráfagas que no
duraban más de seis segundos, hasta que desaparecían con la misma
intempestividad con que habían aparecido.
Para
la vieja sólo era una noche más para descansar del ajetreo diario,
y mañana sería domingo, que no sería de reposo ni mucho menos,
aunque sí de menos trajín, pues en la mañana sólo se iría a misa
y en la tarde sólo lavaría la ropa de la familia. Así es, mañana
será el día ideal para preguntarle al esposo a dónde había ido en
la tarde y por qué había regresado en la madrugada. Y para
explicarle lo que había pasado ayer en la tarde. Tal vez pedirle un
poco de ayuda con el niño, que hablara con él, a pesar de sus
limitaciones comunicativas. Sí señor, mañana será el día en
que, después de haberse confesado, comulgar, pedir perdón por sus
pecados y rogarle a Dios que la ayude a seguir adelante, la vieja le
cuente al esposo qué había pasado ayer en su casa mientras él no
se encontraba.
IV
La
primera en levantarse fue la hija mayor, extrañamente. La vieja no
se había levantado y seguía durmiendo, cuando aun no había salido
el sol pero el gallo ya había cantado. A esa hora siempre estaba
levantada. Al pasar frente a su cuarto y ver el catre de reojo y a
su madre durmiendo aun en él no le quedó más remedio a la hija que
decirse a sí misma que debió haber sido por la rabieta de ayer, que
casi le hace perder el conocimiento. Por eso le pareció lo más
natural pasar sin hacer ruido hasta la cocina, a preparar el café
para beber ella un poco y tenerlo ya listo para cuando la vieja se
levantara. No hay problema, es domingo y la pobre vieja bien merece
descansar una hora más, hasta las seis y media de la mañana, cuando
el sol ya alumbre en todas las casas y calles, aunque todavía sin
calentar demasiado.
Al
pasar a la cocina, lo primero que debió ver era a su papá dentro
del chinchorro, como había sentido anoche que ocurrió, pues desde
su cama, despierta pero sin levantarse, lo había sentido llegar,
quitarse la ropa y meterse en su lecho colgante, por primera vez en
su vida de hombre casado, a las dos y media de la mañana. Pero no
estaba allí, ni él ni el chinchorro, aunque la puerta de atrás, la
que da al patio trasero, donde están los árboles frutales y el
burro, está abierta de par en par. Y desde allí lo vio.
Al
principio fue como un saco de café colgando de una rama, pues uno no
se espera semejante imagen a primera hora de la mañana, aunque la
tenga relativamente cerca, como estaba la mata de mamón de la
casita. ¿Qué se va a imaginar uno ver a su padre colgando de un
mecate por el cuello, a las cinco y media de la mañana, con su ropa
de trabajar puesta? Pero al mismo tiempo ¿cómo va uno a confundir
a su propio padre con un saco de café colgando de una rama?
Su
primera reacción fue correr hacia el árbol, aunque a ella no le
pareció que corría. A ella le pareció que flotaba hacia el centro
del patio, con sordera repentina, escuchando sólo sus pensamientos,
que sólo decían: “¿Papá, papá?”, y mientras más caminaba
más se alejaba el árbol, cuya rama sostenía el mecate desde donde
pendía su papá ahorcado.
Al
llegar a sus pies, que le llegaban a la altura de su cabecita, miró
hacia arriba y no pudo distinguir a primera vista la cara de su papá,
cuya silueta se confundía con el follaje de la mata de mamón,
mecida por una extraña brisa mañanera de domingo, cuando seguía
cantando el gallo. Quería decir la palabra “Papá” pero no le
salía, su cerebro estaba funcionando en cámara lenta, sus señales
no llegaban a su lengua, y cuando llegaban la lengua se negaba a
responder, a articular la palabra que ella quería pronunciar:
“¿Papá, papá?”.
Cuando
el difónico gallo de la vecina cantó a un cuarto para las seis de
la mañana sopló otra vez la brisa, ahora un poco más fuerte, y el
viento meció las ramas del árbol que da mamones, meciendo el
cadáver del aguatero como el péndulo de un reloj de madera, como si
fuera un reloj gigante dando la hora y el gallo fuese su campanada de
alarma. La niña sólo contempla, aunque sigue sin distinguir bien y
sin poder pronunciar la palabra.
CUENTOS
QUE NO CUENTAN
LOS
CUENTOS DE LA VIEJA: La muerte pasa la cuenta a todos, sin excepción
I
Aquél
día todo cambió para los habitantes de la casita de tablas. Los
que antes trabajaban mucho ahora debían trabajar el triple, y los
que nunca habían trabajado debían ponerse a laborar. La hija
hembra debió salir a vender dulces en la plaza del pueblo, en el
estadio de baseball improvisado sobre un polvoriento terreno al lado
de un balancín y a la salida del único cine de la “ciudad”. El
hijo debió limpiar botas y trabajar en almacenes de ropa propiedad
de unos sirios también en el centro del pueblo.
Para
la vieja el cambio fue perder su empleo en la cocina de la escuela
primaria y triplicar su jornada con la ropa ajena, esta vez lavando,
planchando y entregando ella misma la vestimenta debidamente
blanqueada y doblada en las casas de sus dueños. Más cantidad para
medio equilibrar el ingreso mermado por la muerte prematura del
esposo, y más responsabilidad sobre la vida de sus pequeños hijos.
Para
colmo de males la hija no pudo ir al liceo ubicado en la capital del
estado, cuyo viaje consistía en una azarosa travesía de cuatro
horas en barco de vapor cruzando el lago desde un improvisado puerto
cercano de la época colonial, pues los viajes en barco de gasoil,
más cómodos y rápidos, estaban reservados, una vez más, para los
mandamases y los capataces de las empresas extractoras de lo que los
indios de la zona llamaban “Mene” o “Excremento del Diablo”;
y el hijo, aun cuando pudo terminar a duras penas el segundo grado de
primaria, no pudo inscribirse para cursar el tercer grado porque,
aunque la matrícula era gratuita, los útiles necesarios eran
inalcanzables, además de que el precio del uniforme, ya que la
técnica era la única escuela que lo exigía, había aumentado
bastante de precio.
La
razón de su salida del comedor escolar fue que las empresas
petroleras extranjeras, al ver mermados sus ingresos aquel año
debido a la crisis económica mundial, decidieron recortar gastos en
todas partes, incluyendo la escuela que era financiada por ellos, que
se vio en la necesidad de despedir personal, recargando de trabajo a
los empleados sobrevivientes, pagándoles el mismo sueldo. De nada
le valieron sus súplicas, que tan buen resultado le dieron con la
directora de la escuela técnica cuando estuvo a punto de expulsar a
su hijo cuando le faltaba poco para terminar el segundo grado.
Tampoco sirvió su intento por hablar con el gerente gringo de la
compañía, que de todas formas poco sabía español y mucho menos se
iba a rebajar a concederle unos pocos segundos de su valioso tiempo a
una simple cocinera semianalfabeta, una ex-empleada más de las
tantas que ellos recientemente habían echado a la calle, cosa que no
era la primera vez que ocurría.
Y
no sólo las condiciones materiales empeoraron, la peor de las
pérdidas en medio de toda aquella tragedia había sido la del
carácter especial que la vieja había recibido de su crianza en la
casa de campo de su familia, relativamente lejos de su actual
domicilio, la zona semi-industrial que se estaba levantando donde
antes sólo habían mosquitos y cenagales. Era aquel un carácter
mezcla de templanza con entusiasmo ante los avatares que pone
enfrente la vida, de una seriedad que no caía en la displicencia y
una cordialidad que no rayaba en la adulación. Todo eso se vio
transformado de repente con la tragedia del misterioso suicidio de la
cabeza de la familia, el humilde vendedor de agua puerta a puerta
ayudado por un burro.
Su
cariño diario mostrado a los hijos, a pesar de los cansancios
acumulados por la doble jornada de trabajo, desapareció de la
atmósfera miserable del rancho de tablas. No se podía decir que
todo eran gritos y carantoñas a toda hora del día, pero bastaba con
que ocurriera un simple percance, de los tantos que ocurrieron antes
del suicidio y siempre se arreglaron de la mejor manera, para que la
vieja perdiera la paciencia.
La
peor parte la llevó la hija hembra, la mayor (¡cuándo no, los
hijos mayores!), a quien la vieja le echaba la culpa de todo lo malo
que pasaba dentro de la casa, y aun fuera de ella. La que antes
había sido su mano derecha tanto en la administración del hogar
como en el trabajo de lavandera ahora se había convertido en su peor
enemiga. Ella era siempre la culpable y por lo tanto siempre debía
recibir un “merecido” castigo. ¡Y vaya qué castigos!
Desde
la tradicional “pela” con rejos hechos con cuero de res (nunca
supe quién era el responsable de elaborar semejantes instrumentos de
tortura medieval) hasta arrodillarse sobre el piso lleno de granos de
maíz durante horas, mientras recitaba alguna oración o letanía
extraída del rosario, sin equivocarse, pues si se equivocaba era
forzada a comenzar desde el principio, aun cuando sus rodillas ya no
aguantaban la tortura y sus lágrimas más que de dolor eran de
rencor. Su contextura corpulenta poco le ayudó a soportar los
desahogos de su madre, que comenzó a ver en su piel morena un motivo
más para aborrecerla, un detalle menor que en el pasado nunca fue
tomado en cuenta ni para reproches ni para burlas.
Increíblemente
el hijo varón, que casi le provoca un ACV a su madre el día que
casi lo expulsan de la escuela, sufrió un cambio de ánimo y de
carácter que difícilmente se pueda sacar como conclusión o
síntesis de todo lo ocurrido. El abandono del ambiente escolar
pareció operar una suerte de sensación de libertad y su nueva
responsabilidad representó para él una oportunidad de oro para
demostrarle a su madre su verdadero valor y capacidad ante la nueva
adversidad que a todos les tocó enfrentar. Lo que nunca cambió fue
su débil salud salpicada de exasperantes ataques de asma, algo que
nunca lo ayudó a subir de peso ni aumentar su talla, al menos hasta
los dieciséis años, cuando de su rostro pálido y huesudo comenzó
a brotar un tenue bigote que lo hacía parecer un chino, donde las
únicas marcas que lo hacía identificarse con algún miembro de la
familia eran los ojos saltones de su madre y el pie grande de su
padre.
Lejos
de acomplejarlo, como le ocurrió a su fallecido padre, los trabajos
humildes que a la inmensa mayoría no le gustaría desempeñar le
dieron motivos para querer superarse cada día más y en un futuro no
muy lejano retomar sus estudios y así poder ofrecerle un futuro
mejor a su madre. Era el limpiabotas más feliz que se haya visto
por la plaza de aquel pueblo petrolero, aun cuando luego de un día
bajo el ardiente sol sólo hubiera hecho real y medio de ganancias.
Y en su otro trabajo como vendedor de ropa y telas en la tienda de
los sirios, aunque todavía era un simple aprendiz, supo ganarse la
confianza de los dueños haciendo bien los mandados sin que se le
derramara nada de lo que iba a comprar y sin que le faltara un solo
céntimo de los vueltos que le quedaban, todo lo cual le hicieron
merecedor de algunas buenas propinas.
II
Aquella
independencia adquirida por el nuevo “emprendedor” de la familia,
sin embargo, no se tradujo en solidaridad para con su hermana, que
pasaba por nuevos e inesperados trances con su madre, la vieja que
contaba estos cuentos. Aunque bien enterado de todo lo que ocurría
nunca el hermano callejero (por trabajar en la calle) mostró la
misma solidaridad que siempre ella le había prodigado en los
“buenos” tiempos cuando su padre aun vivía y ayudaba en la
economía de la casa mediante las ventas de sus laticas de agua
montadas sobre el pobre burro que ellos vieron siempre como una
mascota. Especialmente en aquella ocasión en la que de no ser por
su oportuna intervención habría quedado lisiado o incluso muerto a
manos de la madre que ahora volcaba su ira y frustración sobre la
pobre hermana, que ya no tenía ni padre ni hermano que la defendiera
de semejante injusticia.
Esta
actitud se vería reflejada mucho después en el cambio de ella hacia
su hermano, después de grandes, cuando paulatinamente se fueron
distanciando y pronto olvidaron esos valores fraternales y familiares
que de una forma o de otra, con sus más y sus menos, les habían
inculcado sus padres, la vieja más que nada, desde que nacieron
hasta que sus vidas cambiaron aquella madrugada de domingo.
III
A
medida que pasaba el tiempo poco fue lo que cambió en las vidas de
la vieja y sus dos hijos. Parecía que todo lo concerniente a ellos
estaba predestinado a no cambiar y seguir el mismo camino sin
dirección de tantos miserables volcados sobre la riqueza fácil del
oro negro en tantos villorrios que brotaron de la tierra que lo
albergaba en su seno, durmiendo bajo los árboles, muriendo muchos
por las mortales picadas de las muchas culebras que aun poblaban la
zona, por las enfermedades transmitidas por los abundantes mosquitos,
cagando y orinando en el mismo sitio donde comían y dormían, con un
sueldo un poco mayor que en el campo de donde habían emigrado pero
que se esfumaba de sus bolsillos por lo caro y escaso de los
alimentos y las medicinas, reservados para los altos cargos y los
capataces de las empresas petroleras.
Lo
único que le quedó a la vieja, después de partirse el lomo lavando
kilos y kilos de ropa ajena, con las pocas fuerzas que le restaban
luego de la fatigante faena, fue rogarle a la Virgen del Rosario,
patrona de aquel pueblo de la costa oriental del Lago de Maracaibo
olvidado por Dios pero marcado como un lugar privilegiado por las
compañías petroleras extranjeras, que sus hijos crecieran rápido,
lo más sanos que las condiciones de insalubridad imperantes lo
permitieran, con los ahorros suficientes, y así pudieran emigrar a
sitios mejores, donde hubieran escuelas, liceos y fuentes de empleo
más diversas y remunerativas, en fin, un destino que pudiera
ofrecerles un futuro menos sombrío que el que a ella le tocó
vislumbrar desde que decidió casarse con un aguatero cuyo único
capital no era más que un burro piojoso y macilento, muy responsable
y cumplidor, eso sí, pero sin la ambición suficiente para sacudirse
la miseria y los complejos que hasta el día de su muerte estuvieron
acechando su cadáver andante por aquellos caminos calcinados por un
sol abrasador y un polvo que impregnaba pegajosamente sus cuerpos y
sus almas.