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17 sept 2012

El gran divorcio chino-americano

La Razón / Mark Leonard16 de septiembre de 2012

Todas las rupturas son duras. Pero los divorcios que hemos aprendido a temer más suelen ser prolongados, tendentes al conflicto y en última instancia no resueltos. Todo parece indicar que China y Estados Unidos se encuentran en medio de uno de esos turbios divorcios entre parejas agresivas que al mismo tiempo se odian y se necesitan mutuamente. Mientras Washington y Pekín se preparan para nuevos liderazgos políticos, no pueden dejar de abordar una importante renegociación de los términos de su relación.
Desde el inicio de la crisis financiera global en 2008 hemos estado atravesando el lento y doloroso final de Chimerica, la etapa en la que las economías china y americana actuaban al unísono, y durante cuyo transcurso encabezaron uno de los más largos periodos de crecimiento global y prosperidad de la historia. Esa relación perfectamente simbiótica, popularizada por el historiador Niall Ferguson, se basaba en el ahorro por parte de China de la mitad de su PIB (Producto Interno Bruto) en tanto que Estados Unidos le tomaba prestado el dinero con el que financiar un gasto excesivo que no podía permitirse. El romance finalizó en septiembre de 2008 con la ruina de Lehman Brothers. Ahora los términos de la separación corren el riesgo de provocar un incómodo malestar al resto del mundo.
En una reciente visita a Pekín me llamó la atención la casi general asunción de que la demanda estadounidense no volvería a los niveles anteriores a 2008. Ello ha conducido a un animado debate sobre cómo reorientar la economía de China de cara a una era post-Chimerica. Por un lado, China está buscando mercados no occidentales y cubriéndose frente al dólar invirtiendo en compañías y en activos fuera de Estados Unidos. Por otro, Pekín se está preparando para un crecimiento más lento mientras busca sustitutos para su exportación y su inversión fija.
En China se discute ahora sobre cómo estimular el crecimiento de las pequeñas y medianas empresas, cómo estimular el consumo doméstico y cómo invertir en bienestar social en vez de en infraestructuras. El debate económico estadounidense es menos estratégico, pero hay una comprensión de que el nivel de deuda en el que se incurrió en los años del auge es insostenible y que algunas de las medidas de estímulo, como la flexibilización cuantitativa, harán que cada vez sea menos atractivo para el Gobierno chino almacenar letras del tesoro.
Como si fuera una anticipación del “Gran Desacoplamiento”, la atmósfera política entre Washington y Pekín se ha agriado con mutuas recriminaciones sobre el Mar del Sur de China, el comercio y los derechos humanos. En una película documental estrenada en Estados Unidos hace unas semanas con el título de Death by China —en la que el narrador es el presidente de ficción favorito del país, Martin Sheen— se dice que “China es la única gran potencia que se está preparando sistemáticamente para matar norteamericanos”. Un cartel publicitario muestra un mapa de Estados Unidos empapado en sangre y traspasado por un gran cuchillo en el que puede leerse la marca “made in China”. Pero el alarmismo de la película resulta moderado si se le compara con los ataques diarios a los “pérfidos” líderes americanos en Sina Weibo (la réplica china de Twitter) o en best-sellers como China is unhappy (China no es feliz, un panfleto ultranacionalista que vendió más de un millón de copias no pirateadas en 2009).
Las tensiones se han recrudecido porque el mundo postamericano se ha convertido en una realidad, haciendo que tanto un debilitado Washington como un fortalecido Pekín sean más asertivos. El agresivo intelectual chino Yan Xuetong afirma que el orden mundial está cambiando “de un sistema unipolar con Estados Unidos en su centro a un sistema bipolar con China ocupando el polo opuesto”. Pero el conflicto militar no es el único peligro. Casi tan perjudicial para el mundo podrían serlo también tanto una prolongada competición entre las dos potencias como un pacífico condominio de ambas.
La competición ya está en marcha. Los intranquilos vecinos de China han dado la bienvenida al renovado interés de Washington por la región. En conjunto, las potencias democráticas de Asia —en alianza con Estados Unidos— son más fuertes económica y militarmente que China (aunque sus economías dependen totalmente de Pekín).
El profesor Yan Xuetong cree que China debería responder al papel de “pivote” de Asia, reivindicado por Obama, retomando su estrategia de “no alineamiento” y forjando una alianza formal con Rusia, y también ofreciendo garantías de seguridad a otros estados asiáticos. Andrew Small, un perspicaz observador de China, advierte que “podemos apreciar un retorno de muchas de las dimensiones negativas de la Guerra Fría, donde los intentos de resolver los problemas globales, solucionar los conflictos regionales o construir instituciones internacionales están instrumentalizados por la lucha por cambiar el equilibrio de poder entre los dos polos”.
Fred Bergsten ha sostenido desde hace tiempo que —en lugar de competir— los dos países con la mayor actividad comercial, en los extremos opuestos del mayor desequilibrio comercial y financiero del mundo, deberían formar un condominio legal para regir la economía global. Zbigniew Brzezinski extendía ese planteamiento al ámbito político con la sugerencia de un “informal G-2” que pudiera hallar soluciones a la crisis financiera global, al cambio climático, a la proliferación nuclear y a los conflictos regionales.
Eso ha sido refutado por observadores como Shi Yinhong, un académico chino, que sostiene que China y Estados Unidos hacen que salga a relucir lo peor de cada uno. “Les prestamos demasiado dinero, y el Gobierno y el pueblo americanos utilizan ese dinero para llevar un modo de vida malsano”, dijo el profesor Shi. Pudo ir más lejos y señalar el modo que hace a menudo a los capitalistas norteamericanos más codiciosos, a los sindicatos más proteccionistas, a los militares más agresivos y a los políticos más populistas. El fantasma del poder estadounidense y la atracción por sus mercados tienen en Pekín un efecto espejo, fomentando los aspectos más regresivos del modelo económico chino y su política exterior. Así que no es difícil imaginar a los dos países del mundo que más contaminan, China y Estados Unidos, confabulándose para impedir una solución al calentamiento global o para socavar las instituciones multilaterales. La competición conlleva el riesgo de convertir a dos grandes potencias con una historia de universalismo revolucionario en dos naciones obsesionadas con su propio excepcionalismo. Y, lo que es más importante, la idea misma de un condominio internacional dictando el orden mundial va en contra del espíritu de una época en la que los ciudadanos y las naciones quieren decidir sus propios futuros.
Mientras Chimerica se disuelve, las variantes que ofrece la nueva relación chino-americana son poco atractivas. La guerra sería catastrófica, la competición estratégica podría paralizar la gobernanza global y el formato G-2 podría sacar a relucir lo peor de las dos mayores potencias. El único modo de evitar esos futuros escenarios es el de alentar un orden multilateral formado por regiones más unidas, dejando que China y Estados Unidos tengan una relación normal.
Sin embargo, otras potencias como la Unión Europea o Japón no serán tomadas en serio ni por China ni por Estados Unidos mientras no solucionen sus tribulaciones domésticas ni intensifiquen la capacidad de su política exterior; pero a día de hoy no ofrecen señales de estar dando esos pasos. Y mientras no los den pueden verse atrapados entre las dos partes del divorcio, enzarzadas en una horrible lucha por quedarse con su custodia.