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17 nov 2013

CUENTOS QUE NO CUENTAN Por ChUcHO NERY

CUENTOS QUE NO CUENTAN


LOS CUENTOS DE LA VIEJA: Preámbulo

I

Estos son los típicos cuentos de una típica vieja, de los que ya nadie cuenta. Del mismo valor que sus arrugas y sus canas bien podrían competir con cualquier candidato al Premio Nobel de Literatura, si no fuese por la procacidad con que a veces los narra. Esa forma tan particular de echar a andar sus recuerdos en voz alta, sin detenerse mucho a calibrar quién la está escuchando, se debe en un ciento por ciento a la vida tan dura que le tocó vivir a la vieja.

Semianalfabeta y viuda con dos hijos, una hembra, la mayor, y un varón, cinco años menor que ella, pero que daba la guerra de nueve varones más, tuvo que echarse al hombro la existencia lavando ropa ajena y cocinando para los escolares de su pueblo, mientras ligaba secretamente que la hija se casara pronto y el varón estudiara lo suficiente para que empezara a trabajar.

Delgada y con arrugas prematuras, alguna que otra cana, se levantaba a las cuatro y se acostaba a las nueve, después de rezar el rosario con su cabito de vela que nunca le habría de faltar, pues no sólo obligaba el cansancio de la jornada diaria sino que tampoco había en el rancho de tablas una radio, mucho menos televisión.

El cinematógrafo era un lujo para familias “completas” y sueldo cómodo, y aunque la vieja hubiese podido comprar un radiecito a plazos donde el turco tampoco tenía electricidad, otra suntuosidad sólo al alcance de los llamados pudientes.

Su piel blanca había desaparecido bajo el luto por su esposo ahorcado, el ardiente sol característico de la zona y los malos ratos que le hacía pasar su único hijo varón, el que valía por nueve más. De ojos claros y una dignidad que se podía confundir con arrogancia supo ganarse el respeto que de otro modo se habría transformado en lástima, algo que ella se cuidó muy bien de poder evitar.

El primer cuento bien podría ser la vez que su marido regresó temprano al humilde ranchito de madera de su trabajo de vendedor de agua transportada en dos latas montadas sobre el lomo de un burro porque había noqueado a un desconocido por haberle mentado su madre.

O tal vez las tantas ocasiones en que tuvo que ir citada la la escuela técnica donde estudiaba (o eso intentaba) su hijo varón porque este se había peleado por enésima oportunidad con alguno de sus compañeritos.

No importa si el orden no es en estricta cronología de los hechos o de los recuerdos, a ella le da igual lo que haya ocurrido primero, pues su marido seguía ahorcándose todas las tardes, su niño continuaba dándole motivos para lamentarse y su hija ya comenzaba a ignorarla aun antes de casarse e irse a vivir a otra casa.

II

Se podría decir que el marido de la vieja, el ahorcado, se podía dar el lujo de levantarse “tarde”. Ella se paraba a las cuatro, antes de que cantara el gallo difónico que tenía la vecina, que a lo lejos le anunciaba a la manzana entera la llegada de otro día, a preparar el magro desayuno a sus hijos y a su esposo, a lavarse la cara con el agua que él le traía y que le “sobraba” de su trabajo, vertida en la poncherita de peltre, sin espejo y sin cepillo para arreglarse el cabello, liso y fino, sólo un peine al que le faltaban algunos dientes.

El hombre de la casa podía dormir un poco más, hasta las seis, cuando la casa ya estaba sola. Se despegaba de su chinchorro de nylon, en el cual dormía solo pues en la madrugada, después de pararse a orinar con la puntualidad de un reloj atómico en el amplio patio trasero, se cambiaba del catre que compartía con la vieja hasta su nido colgante, una rutina que se había estado repitiendo desde que estaban casados hace ya trece años.

Comía lo que le había dejado la vieja, una arepa de maíz pelado, molido en una piedra con un poco de agua y convertido así en densa masa, un poco de queso salado rallado y café muy clarito en una magullada tacita de peltre. Cuando el sol comenzaba a colarse por las rendijas era la señal para ponerse unas alpargatas, la camisa de trabajar con alguno que otro botón faltante, los pantalones de kaki y el sombrero de paja e ir a buscar al cuadrúpedo compañero de trabajo, que descansaba amarrado junto a la mata de mamón justo en medio del patio.

Con las latas de cargar agua vacías ya colgando del lomo del jumento se disponía a recorrer los 8 kilómetros que separaban su casa del depósito de agua de la ciudad, que no era otra cosa que una estación para la llegada de los camiones cisterna que la compañía petrolera había instalado para surtir del vital líquido a los campos residenciales de sus gerentes, tanto para sus prolongados baños diarios como para el riego del verde césped de sus casas.

Los demás mortales, como el ahorcado aguatero, debían recorrer distancias de consideración para hacer una cola junto a otros vecinos, entre competidores que también revendían el líquido en otras zonas del pueblo y comerciantes que lo necesitaban para el quehacer diario de sus negocios, y una vez abastecidos y luego de haber pagado el precio que fijaba la compañía, quien lo traía de un embalse, el único a muchos kilómetros a la redonda, debía pegar la media vuelta y cumplir con el laborioso servicio de llevárselo hasta las puertas de sus casas a los habitantes de los ranchos que no tenían burros ni fuerzas suficientes para hacer diariamente el mismo trayecto.

Ocho kilómetros de ida y vuelta para transportar dos latas de agua de doce litros cada una y revender cada litro en una locha, doce céntimos y medio, y así poder llevar algo de sustento que aliviara la carga de la otra burra, la vieja lavandera y cocinera.

Al regresar el sol todavía no estaba muy alto, pero como si estuviera justo encima de uno, a pocos metros de la cabeza. Esa zona del país es infernal, a cualquier hora del día, hasta para un burro. Por eso había que ir despacito, para que ninguno de los dos se deshidratara y se desmayara, pues si eso ocurría allí mismo se quedaban, secos y tapados por la arena, pues las ambulancias, como ya se podrá haber deducido, estaban reservadas para los refrescados gerentes de la compañía petrolera, sus esposas y sus rollizos hijitos, si es que alguien se daba cuenta y pedía auxilio por ellos, algo muy poco probable.

Apenas quedaban fuerzas para halar al burro por el mecate con que lo llevaba amarrado, vigilar que no comenzara a trotar para que el agua no se regara de las latas con el bamboleo, pues el camino de tierra no era precisamente plano, y gritar el pregón para anunciar su llegada a sus clientas, que siempre eran las mismas y siempre le dejaban en una de las latas la cantidad exacta de agua para las necesidades de su propia casa.

¡Llegó el agua!, era la primera voz humana que escuchaban llegar desde la calle las amas de casa de los ranchitos. Después venía la del lechero, aunque no todas compraban leche, el platanero, y por último el chatarrero, comprando hierro colado, latas, cobre, tubos, alambres, y demás materiales inservibles o sin uso por los que la gente quisiera pagar para que alguien se deshiciera de ellos.

Las señoras salían de sus casuchas con su propio recipiente, lo llenaban con la cantidad de agua que necesitaban, unas veces más, otras menos, pagaban sus lochitas y se despedían cordialmente del aguatero, el que les llegaba con aquella bendición, el que les ahorraba el viaje y se ocupaba de llevársela lo menos salpicada de polvo del camino como le fuese posible.

Terminada la ronda, poco antes que hiciera su aparición el mediodía asesino, no quedaba más remedio que refugiarse bajo la sombra de la frondosa mata de mango que quedaba en la “esquina” del pueblito, en el extremo donde terminaba una de las únicas cuatro calles de tierra, la que colindaba con la orilla del lago, que aunque almacenaba trillones de litros de agua no era apta para el consumo debido a la nata verde (algún tipo de alga microscópica) que siempre adornaba su resplandeciente superficie.

Al menos el lago traía la brisa y el consuelo de un baño casual, cosa que hacía a veces sin necesidad de toalla, pues el calor y el viento se encargaban de secarlo al instante, a él y a la ropa, cosa que no podía hacer el pobre burro, su compañero de trabajo con el cual no compartía las ganancias, pero que el menos recibía su ración diaria de monte religiosamente cortado de entre los tantos matorrales que abundaban en esas tierras, así como su agua, aunque mal no le habría venido una pequeña remojada con agua del lago traída en una de las latas que él diariamente debía cargar sobre su huesudo lomo, pero eso sería tanto como cambiar de lugar, y la humanidad en aquella época no estaba tan avanzada en eso de consentir a los animales.

III

El regreso a casa no se hacía después de cumplir su trabajo con el burro, aun faltaba el almuerzo, y eso lo hacía todos los días yendo al primer trabajo de su esposa, la cocinera, en la escuelita primaria del pueblo, que al menos quedaba cerca de su habitual sitio de descanso bajo la mata de mango, que de paso, siempre que fuera temporada, también le suministraban a él y al burro una suculenta merienda.

El trayecto, aunque corto, llevaba cierta dosis de penuria. Había que pasar frente a las casas de los gerentes de la compañía, a sus jardines de verde césped, flores, jardines, porches con cómodas sillas acolchadas y mesitas con su jarra llena de limonada fría y sus vasitos prestos a ser utilizados por sus felices dueños. Con la cabeza alta pero la cara medio tapada con el sombrero de paja, no se sabía quién llevaba la mirada más triste, si el aguatero o el burro.

Las calles en ese sector sí estaban asfaltadas, con el oro negro extraído por los obreros petroleros, la mayoría llegados de otros estados del país, y hasta de más allá, como el papá del ahorcado, el vendedor de agua ayudado por un burro.

La vieja contó alguna vez que su suegro, al que nunca conoció, era italiano y no llegó directamente a la incipiente zona industrial, atraído por los sueldos más elevados que pagaban las petroleras extranjeras por meterse en una lancha, cruzar las olas del lago hasta su centro y partirse el lomo construyendo las plataformas que sacarían el otro líquido preciado con sus taladros, o meterse monte adentro abriendo camino con la guía de un indio de la zona, entre culebras y tigres, para perforar un pozo allí donde ya los ingenieros habían detectado que estaba la profunda mina, cargada y lista para que sus comadronas le extrajeran al “niño” que llevaba en sus entrañas.

Llegó a un pueblo costero sobre el mar Caribe, quizás buscando esposa o establecer un comercio, pero los vaivenes de la vida lo llevaron más allá, hasta esos pueblitos en plena construcción, donde los que perseguían como sabuesos el olor a petróleo perforaban y allí mismo “fundaban” un caserío alrededor del pozo, que más adelante se convertiría en ciudad.

Allí tuvo al ahorcado y lo dejó en la miseria, solo con un burro, que de medio de transporte pasó a convertirse en medio de subsistencia. Por todo eso no debería habérsele hecho tan difícil la travesía diaria por la zona rica del pueblo, llena de alambradas electrificadas y perros guardianes, de vigilantes privados y carros tamaño familiar, mas sin embargo este vendedor de agua lo que tenía de trabajador lo tenía de acomplejado.

No se parecía en nada a la vieja, su esposa, la cocinera, aunque sí en lo físico. La misma piel blanca, la misma altura, por encima de ciento ochenta centímetros, la misma contextura delgada y la misma mirada triste pero elevada por encima de los demás, en este caso también sin arrogancia. Caminaban con la mirada recta y dirigida al horizonte por costumbre, por postura, no porque se creyeran más que nadie. A pesar del calor y de las carencias la mirada siempre estaba arriba y hacia adelante, con tristeza pero sin odio.

También era de poco hablar, esa sería otra diferencia respecto a nuestra vieja, nuestro viejo era un hombre muy callado. Le costaba mucho iniciar una conversación, aunque siempre estaba dispuesto a terminarla pegando una seca media vuelta, sin despedida. Una vez iniciada dejaba que los demás fuesen quienes la llevaran, sin importar si esta saltaba de un tema al otro o si carecía de tema en absoluto.

Los únicos a quienes podía llamar “amigos”, que en realidad eran conocidos, eran sus vecinos de rancho, con quienes a veces conversaba por encima de la cerquita de alambres, disfrazada con verdes enredaderas, que le daban una apariencia natural. Si hablaba más de diez minutos con sus hijos era mucho, y más de media hora con su esposa era señal inequívoca de que estaba borracho.

IV

A nadie le extrañaba en la zona bonita del pueblo petrolero que alguien, aunque estuviese acompañado de un burro, se tapara media cara con un sombrero cuando iba pasando. El ardiente sol justificaba eso, inclusive un burro con sombrero. Nadie iba a voltear ni a llamar a los vigilantes privados para que le echaran un ojo al extraño transeúnte y su mascota, cosa que sí podía ocurrir si el paseante no llevaba sombrero. Ese hipotético personaje sí que merecía que le prestaran un poco más de atención, y hasta ser enviado inmediatamente al manicomio.

Una vez pasado el trago amargo de la envidia y la vergüenza de que todos los residentes del “campo” recordaran diariamente el oficio del caminante con sombrero de paja, camisa blanca, alpargatas y pantalón kaki, la vida ofrecía sus compensaciones. La vieja esperaba, ya pasada la hora pico de la escuela, con sus dos platos de comida caliente al esposo que apenas terminaba su faena mientras ella se preparaba para la siguiente, el lavado de ropa ajena.

No era el único esposo cuya consorte lo esperaba para ofrecerle algo de lo que quedaba luego de alimentar a los veinticinco afortunados infantes de la escuela primaria. Cuatro señores más acompañaban a su esposa, madre o hermana, que también trabajaba en el comedor escolar, y la ayudaban a raspar la olla sin que quedara ni un sólo huesito para el perro, si es que tenían alguno en casa.

Con poca conversación y mucho apetito se encargaban de facilitarle la tarea a las lavaplatos, pues apenas si dejaban migajas. Luego una fumadita de cigarrillo sin filtro bajo los árboles de la parte trasera, lejos de la vista de los alumnos y de la directora, y juntos andar el camino a casa, ya con el sol menos maligno de las cuatro de la tarde, pues este ya se sumergía en las verdes aguas del lago, que para entonces más bien se veía anaranjado.

El paseo del comedor a la casita hecha de tablas, sin pintura, no tenía nada de romántico, pues sólo significaba para la vieja el inicio de su segunda faena, la de lavar ropa ajena, y para el aguatero irse a cortar el pasto medio seco para el burro, después de descargarlo de sus utensilios de trabajo y vaciar el agua para el uso de su casa en el pipote de hierro comprado a una de las compañías petroleras, sobrantes de los que ya no se usarían para guardar petróleo, y que los pobres aprovechaban como tanque de almacenamiento.

Cuando el dueño del cuadrúpedo regresaba con el atajo que sería el almuerzo y la cena del animal ya la vieja estaba doblada sobre la batea, remojando la ropa que las esposas de los gerentes le enviaban con sus sirvientas, envuelta en blancas sábanas con el nombre de cada clienta tejido o cosido sobre ellas, apilados por separado sobre las pocas sillas de madera de la casa o en el piso de tierra, esperando su ración de jabón azul y su tiempo de estar colgando en el largo alambre que recorría casi todo el patio trasero, sembrado de un alto y frondoso mamón, dos mangos, cuatro cocales y una mata de ciruelas, para que el viento y el sol de la tarde hicieran el resto.

Lo único que hacía el aguatero a esa hora era recostarse en el chinchorro, beber café muy clarito y escuchar las décimas de la vieja, cantadas a ritmo de gaita al compás del va y viene de sus manos juntas sobre la ropa mojada envuelta en la espuma del oloroso jabón.

CUENTOS QUE NO CUENTAN

LOS CUENTOS DE LA VIEJA: La muerte colgando de una soga, la vida de un alambre

I

Aquí es donde los cuentos de la vieja se vuelven cuentas … por pagar. Aunque vivió para contarlo no siempre fueron alegres anécdotas salpicadas de dulces memorias familiares. Como las que contaba con una nostalgia al borde de las lágrimas sobre su vida de soltera, en un campo no muy lejano al pueblecillo donde vivió con su marido y sus dos hijos. Eran dueños su papá, su mamá, sus seis hermanas y tres hermanos, de una finca territorio adentro, lejos de las orillas del lago pero con abundante agua proveída por dos riachuelos cercanos, de los cuales sólo uno se secaba en verano.

Allí se trabajaba y se cantaba, se producía y se vendía, no tanto como para construirse una mansión y llenarla de sirvientes, pero sí para que cada cual tuviera su cama, sus vestidos nuevos, sus caballos de paseo, sus tres comidas y hasta sus meriendas todo el año, sin importar la temporada. Dulces de todo tipo que todas aprendieron a elaborar de su madre, de recetas que se habían transmitido de generación en generación por siglos, sin perder un ápice de precisión y sobre todo de sabor.

Uno de sus mayores recuerdos era la reunión de todas sus hermanas, en parejas sobre un pilón de maíz hecho de madera, cada una con su mazo moliendo rítmicamente el amarillo vegetal para hacer la masa para las arepas o las hallacas que se comían en diciembre, y sobre todo, cantando las viejas gaitas cuyas letras se habían compuesto en aquellas regiones hace décadas y se habían mantenido intactas a pesar del tiempo y del espacio trascendido.

Ya mayor su hijo el travieso, el que casi todas las semanas la obligaba a ir a la escuela a responder por los chichones que le había provocado a sus oponentes, pudo escuchar, sumergido en llanto, después de muchos años, un pedazo de aquellas melodías ancestrales hoy distorsionadas por el mercantilismo discográfico, en lamentables circunstancias.

Ya muy anciana la vieja se había dado una de sus tantas caídas debido a su necedad y a su ceguera, en la época de una de sus tantas “visitas” (en realidad “estadías”) en casa de su único hijo varón, acentuando su ya manifiesta demencia senil, lo cual provocó que estando en la clínica privada a la que él la llevó, recostada sobre la camilla esperando su turno ante la sala de rayos X, comenzara a cantar y a bailar, con su pierna rota, una de aquellas gaitas que solía entonar al lado de sus hermanas en la casa de campo que compartían junto a su familia.

¡Vaya cambio le trajo el matrimonio! Pero la vieja jamás expresó ni un asomo de arrepentimiento. Amó fielmente a su esposo, a pesar de las carencias materiales y afectivas, lo cual le hizo cambiar el carácter ameno y cordial heredado y aprendido en su próspero hogar, que a veces afloró en su trato a los demás en épocas muy posteriores, algo que llegó a confundir a más de uno.

Tanto fue su amor por aquél pobre diablo que sólo podía ayudarla vendiendo agua de casa en casa con un burro, que al enviudar relativamente joven se puso su anillo negro, como manda la tradición, y jamás volvió a juntarse con otro hombre, con todo y quedar sola con dos hijos menores de edad, viviendo en un rancho de tablas y con pocas perspectivas de que tal situación mejorase.

¿Qué habría pasado si en vez de morir el aguatero primero hubiese muerto la vieja? ¿Qué habría sido de los hijos? Porque el esposo, evidentemente, se habría colgado inmediatamente, dejando a dos huérfanos de padre y madre. Pero no fue eso lo que sucedió.

Muchísimas veces los nietos le preguntaron a la vieja, desde que se enteraron por su boca de lo que había sucedido, cuál había sido el motivo por el que el viejo se colgara de la mata de mamón sembrada en el patio trasero de la humilde casita. Siempre respondía lo mismo: “No lo sé”. De niños y de adolescentes le creyeron ciegamente a la vieja, como manda la tradición, pero ya de mayores tuvieron sus dudas, aunque no con malicia, sino más bien con frustración.

Después de grandes algunos pensaron que la vieja no quiso revelarles la verdadera razón para proteger la reputación de su amado esposo muerto, tal vez porque sintiera vergüenza de su estado mental o para proteger a un tercero. Otros lo asociaron con el incidente con el hombre que insultó a su madre, pero ella siempre aclaró que eso había sido mucho antes.

Sobre ese asunto siempre resaltaba que su abnegado marido haya reaccionado de aquella manera, sentando de culo a su ofensor de un solo puñetazo, dado su carácter pasivo, callado y pacífico. Inclusive llegó a afirmar categóricamente que esa había sido la única vez, desde que lo conocía, que había actuado de esa manera. Los pocos detalles se deben a que el mismo protagonista, repitiendo las mismas circunstancias que la vieja a la hora de relatar los detalles del ahorcamiento de su esposo, se limitó a contarle, el mismo día que sucedió, que el tipo le “había mentado su madre”, nada más.

Después del incidente de la afrenta lavada a puñetazos la vieja cuenta que el aguatero dejó de trabajar por una semana. Permaneció callado en la casa, hablando apenas, sin salir del rancho, tan sólo para traerle al burro su almuerzo/cena. La vieja nunca contó quién les llevó el agua mientras duró el asueto.

La vieja continuó trabajando medio día en el comedor escolar y medio día lavando ropa ajena. En la escuela no se le hizo difícil cocinar para veinticinco niños, cuatro maestras, una directora, una sub-directora, una secretaria, tres obreros y un vigilante, pues en su viejo hogar en el campo ya lo había hecho, desde niña, para seis hermanas, tres hermanos, su mamá, su papá, cinco peones y decenas de transeúntes a los que nunca se les negaba un trago de agua, de café o una arepa con queso de cabra.

II

De los dos trabajos el que más le molestaba al esposo que ella realizara era el lavar ropa ajena. Siempre se opuso pero la economía familiar siempre se imponía. Cuando regresó a su labor de aguatero a la vieja le ofrecieron el puesto de ecónoma en el comedor escolar, algo así como una administradora, cargo que ya venía ejerciendo de facto, pues la titular sólo se dedicaba a pelear con las demás cocineras, por lo cual se dedicaba a otras cosas y apenas se asomaba a la cocina, en tanto su esposa cubría ese hueco disponiendo qué cantidad de ingredientes se iban a necesitar, estaba al tanto de los precios pues se conocía todo el mercado y a sus vendedores, en virtud de que debía recorrerlo todo y regatear siempre para estirar sus bajos ingresos, y se llevaba bien con todo el mundo, inclusive con la ecónoma peleona, que hasta llegó a recomendarla para el mencionado puesto.

Pero hubo un problema. Cuando la directora la entrevistó para conocer su grado de instrucción la vieja no tuvo más remedio que confesar que sabía apenas lo necesario: leer, escribir, sumar y restar (que era toda la escuela que se adquiría en el campo), lo cual no alcanzaba para el cargo de ecónoma, que según los reglamentos del ministerio de educación requería como mínimo tener aprobado el tercer grado.

No bastaron su buena relación con sus compañeras de trabajo, su dominio del oficio, inclusive por encima del nivel de muchas que sí tenían hasta el sexto grado de primaria aprobado. Las reglas eran las reglas, y en una escuela donde se estaba enseñando a niños la importancia de terminar su formación inicial para así poder aspirar a entrar en el liceo, y culminado este la universidad, no podían permitirse ese tipo de excepciones.

Ese fue un duro golpe para la vieja, pues ese cargo representaba no sólo una subida en sus ingresos sino también la posibilidad de abandonar el otro empleo, lavando la ropa de las demás personas, que ya causaba estragos en su aun fuerte salud.

III

Pero el golpe de gracia aun estaba por venir. Asumida ya la nueva/vieja situación no quedaba más que echar pa'lante y confiar en que todos aquellos sacrificios hechos para sus dos hijos, la hembra de doce y el varón de siete, se tradujeran en un mejor nivel de vida en el futuro cercano para todos.

Ambos hijos estaban estudiando, aprovechando que la educación era gratuita y habían escuelas cerca, menos liceo, que estaba en la capital del estado. El único lunar lo constituía el hijito peleador, el dolor de cabeza de la ya de por sí atribulada vieja. Al menos dos veces por semana debía suspender su trabajo de lavandera para ir a atender la queja de turno en cuanto al pendenciero comportamiento de su hijo, que cursaba la primaria en la escuela técnica que quedaba al frente de su casucha, como para compensar en algo el gasto de transporte que habría tenido que pagar de tener que estudiar más lejos, o de no haber podido estudiar al no poder trasladarse hasta su su sitio de estudio.

No estudiaba en la misma institución donde ella trabajaba cocinando porque aquella escuela estaba reservada para los hijos de los gerentes de las compañías petroleras y alguno que otro desposeído con aptitudes de buen estudiante o vínculos con alguna de las trabajadoras del lugar. Eso le habría facilitado un poco la vida a la pobre cocinera/lavandera, pues al tenerlo cerca tal vez su hijo se habría comportado mejor, o al menos lo habría pensado dos veces antes de tumbarle los dientes a alguno de sus compañeritos de clase.

El hijito no había salido ni al padre ni a la madre. No se callaba nada ni respetaba a los demás. Para él todos eran sus enemigos: compañeros de clase, maestros, trabajadores de la escuela. Su actitud se hizo tal que inclusive provocaba las peleas cuando en el transcurso de la semana nadie lo incitaba. Los maestros y directores estaban hartos. Estuvo a punto de ser expulsado de por vida, y de que no lo aceptaran en ninguna otra escuela. Eso habría sido la debacle para la vieja.

IV

Uno de aquellos días, mientras la vieja la gritaba al burro para que no se comiera una ciruelas que estaban madurando y las estaba cuidando para dárselas de merienda a sus hijos, llegó el niño con una nota de la escuela. Habría sido una más de la colección de no ser porque esta en particular llevaba la firma de la directora en persona, escrita en un tono que no había encontrado en las anteriores. Su reacción no fue de ira sino de vergüenza, y al mismo tiempo de angustia. En cierta forma intuyó que no se trataba de una reprimenda más, sino de un anuncio definitivo.

La recibió con paciencia, tomó sus espejuelos, que ya necesitaba para leer de cerca, leyó de pie, la dobló cuidadosamente y la guardó en un cajoncito sobre la repisa de madera, encima de la cocina de kerosén, donde guardaba la plata lejos del alcance de los potenciales traviesos que podrían merodear cerca (aunque en aquella casa nunca entraba nadie, hombre o mujer, niño o adulto, a menos que estuviera el esposo), y mientras se cambiaba las chancletas de goma que llevaba puestas para lavar por sus zapatos de salir, que de tanto salir casi parecían chancletas de goma, juntó sus manos encallecidas, con sus dedos pelados por los efectos del jabón y la frotada contra la batea, y pronunció una breve oración en silencio frente a la opaca imagen impresa sobre cartulina de la Virgen del Rosario, patrona del pueblucho, pegada con un chinche en la pared de tablas que dividía la cocina de la “habitación” de los niños, y salió directo a la escuela que quedaba en frente, como para que no todo fuese tan malo para la pobre vieja.

Llegó expeditamente, conociendo ya la ruta, que había transitado tantas veces, entre resignada e iracunda, resignada ante lo que sabía que le iban a decir las autoridades e iracunda con su hijo, al cual le daría su merecido al regresar de la reprimenda, con unos furiosos rejazos no exentos de una extenuante carrera alrededor de la mata de mamón. Pero esta vez no había resignación, había determinación, para que no expulsaran a su hijo, el único varón, el único que ella creía que no se iba a casar pronto, como ella creía que sí iba a hacer la hembra, pues según sus anhelos más profundos este sería el hijo que, a pesar de su carácter pendenciero e irresponsable, la iba a sacar de su actual miseria.

Y esa determinación se la daba el corto mensaje enviado por la directora, y más que el mensaje, el hecho que haya sido la directora la firmante del mismo. Y tal como lo presentía, la cara de la directora no podía ser más elocuente. Un seco saludo y una invitación a sentarse que más que invitación pareció una orden, que al quedar a solas se volvió casi un sentido pésame. Un breve repaso de antecedentes, de recordatorios sobre su gran responsabilidad al frente de la institución, de lo difícil que fue lograr que ese niño entrara en esa escuela, de su infinita paciencia, de todas las perdones y oportunidades que en el pasado se le habían otorgado graciosamente.

Ni siquiera la pausa para invitarle un café, mientras la directora tomaba un segundo aire y así poder darle la noticia a la vieja confiando en que su previa lectura de considerandos había logrado su cometido de quitarle toda herramienta que pudiera servirle a esta para defender a su pupilo, pudo servir para aliviar lo tenso del ambiente o permitirle ensayar un gesto de súplica en su cara mientras la directora recitaba su caletre mirándola fijamente. El torneo de miradas había terminado, sólo una había logrado su efecto.

“Señora, lamentablemente su hijo queda expulsado”. La frase que no quería escuchar, pero que sabía que iba a escuchar inevitablemente, produjo el extraño efecto de asombro mezclado con desesperación. Sin embargo la vieja no perdió la compostura, su templado carácter y su dignidad de persona humilde, honesta y trabajadora hizo la mejor de sus apariciones. Cuando en la mayoría de los casos podía esperarse una resignada aceptación, un intento de soborno o una amenaza, la vieja sólo pudo mostrar el único recurso que le quedaba: apelar a la sensibilidad de la directora, como madre, y al mismo tiempo trasladarle a ella, inteligentemente, la resignación que debía estar embargando a la vieja.

“Ay, señora directora, es mi único hijo varón, yo trabajo todo el día y además, le falta poco para sacar el segundo grado”.

CUENTOS QUE NO CUENTAN

LOS CUENTOS DE LA VIEJA: Las desgracias siempre llegan en batallones

I

“Por ser Usted una persona seria y honesta le voy a dar otra oportunidad a su hijo, pero a la próxima sale expulsado”. Fueron las palabras definitivas de la directora de la escuela técnica donde estudiaba el hijo de la vieja. En realidad lo perdonó porque la vieja era pobre y a pesar de todo el aspirante a boxeador era su única esperanza en la vida. Fue una forma de decirle: “Si Usted aun cree que ese muchacho que saca malas notas, es sumamente grosero y se pelea con todo el mundo es su mejor oportunidad para mejorar su vida, allá Usted”.

Salvado el escollo el peleador callejero recibió una dosis de su propia medicina. Golpes iban y venían por todo su cuerpo, alcanzado por palos, rejos, empujones y pescozadas. Tumbado en el suelo, sobre su famélica humanidad llovían reproches y amenazas sólo interrumpidas por certeras embestidas que aprovechaban su acorralamiento en una esquina de la casita de madera. Antes de quedar desmayado, ya entregado al justo castigo, interviene la voz de su hermana pidiendo clemencia y exhortando a la calma.

Más oportuna no pudo ser tal intervención. La vieja, con el rostro enrojecido y los ojos desorbitados, estaba ella misma a punto de sufrir un desmayo. En medio de la frustración por no haber podido lograr que el hijo rectificara su mal comportamiento y la inmensa vergüenza que le habían producido tantas citaciones juntas (a ella, que procuraba cumplir con todos sus roles a cabalidad para evitar la censura social) la vieja perdió la noción del tiempo que llevaba dándole palo al hijo y del espacio que había recorrido para alcanzarlo, al punto de casi perder el conocimiento.

Al flagelar a su hijo se estaba flagelando ella misma, por dentro, que es donde más duelen los embates de la violencia física. Cada golpe era para ella una claudicación, una aceptación pública de su fracaso como madre, lo cual aumentaba su ira. Tal vez haya sido ella la que más sufrió con aquel castigo, si es que quieren agregarle el remordimiento instantáneo que se siente al golpear a un hijo, por muy merecido que se lo tenga.

A sus doce años, madurado el carácter por la pobreza, la hija mayor, la única hembra, se ve obligada a forcejear con su madre, por primera vez en su vida, para evitar que casi mate a su hermano. Nadie había allí para ayudarla. Su padre aguatero había salido, no se sabe a qué ni adónde, los vecinos nunca se metían en esos asuntos y el único testigo eran el burro y el gato mascota de su moribundo hermano, que yacía tendido en el seco piso de tierra del rancho de lamentaciones en que se había convertido su humilde morada.

A duras penas, lograda la tregua, sólo quedó disimular el momento haciéndose eco de los regaños, para no alterar más a su madre, la vieja cocinera/lavandera, que con toda paciencia había soportado por siete años las majaderías de su retoño y ya no aguantaba más. Hecha la pantomima, muy mal disimulada, con su verdadera cara de angustia la hermana se acerca a ver lo que había quedado de su hermano, que trataba de incorporarse sobre sus rodillas, temblando entre lágrimas, sin pronunciar palabra, con la mirada del que se sabe castigado de más, aunque lo mereciera, con brazos y piernas enrojecidos por los latigazos hechos con objetos de todo tipo, los que la vieja iba encontrando a su paso, al paso que daba la carrera dada por ella y su hijo por todos los rincones de la casita.

No había nada en aquel hogar para curar un moretón, excepto agua, que nunca estaba fría. Lo único fue abrazarlo, llorar con él, sentir su dolor en cada sollozo suyo, en cada suspiro involuntario, hacer que no se sintiera solo. Una tarea nada fácil pues debía tratar de calmar a la madre también. ¿Qué cara se pone en esos casos? Saber que la madre está en su derecho y tiene toda la razón, pero rechazar internamente lo extremo de las represalias. Considerar el estado en que quedó su hermano pero aceptar que su comportamiento ha sido el detonante de todo.

II

Nadie cenó esa noche en la casita de tablas. Los dos hermanos metidos en su cuarto, en silencio, mientras la madre descolgaba la ropa que había lavado y la doblaba cuidadosamente para guardarla en sus bultos respectivos, a la espera que sus dueñas (o más bien sus sirvientas) vinieran a buscarlos y a pagar por la lavada. El viejo aun no regresaba. Era la primera vez, pero nadie se había dado cuenta aun.

Cuando la vieja se percató por fin de la ausencia de su marido, más bien de la hora, pasó por alto el rosario, que siempre era después de cenar y justo antes de irse a dormir, y se paró al frente de la casucha. La única fuente de luz en las calles de tierra eran los mechurrios de gas, instalados por las petroleras para dejar que saliera de las entrañas de la tierra en una cantidad tal que podían darse el lujo de utilizar un poco para exportar y otro tanto para alumbrar día y noche los pueblecitos levantados al ritmo de la explotación del petróleo.

Las calles estaban vacías, todos se disponían a dormir. Apenas unas pocas ventanas alumbradas con velas se dejaban ver en medio del polvillo que levantaba el viento que siempre soplaba a esa hora, en la penumbra del día que moría y la noche que nacía. Esas lucecillas que apenas servían para recordar que en aquellos montes que hasta no hace mucho poblaban exclusivamente serpientes, tigres y mochuelos, vivían seres humanos, pronto se apagarían, pues aquellas gentes se cuidaban mucho de dejarlas encendidas toda la noche para evitar que se repitiera la tragedia de otro pueblito petrolero que existió no muy lejos de allí, arrasado en su totalidad por un voraz incendio que en dos jornadas nocturnas acabó con sus casas hechas de madera sin que ni siquiera la cercanía del lago, a unos pocos metros, haya servido para salvar ni una sola tablita.

Cuando todas las velas cerca de las ventanas se apagaron fue que la vieja sintió que en verdad estaba sola. Su tenue presencia temporal le servía de consuelo mientras, parada allí frente a su humilde casa, esperaba vislumbrar la sombra de su esposo. Por primera vez desde que se casaron su amado aguatero no estaba en casa después de las seis de la tarde, la hora del rosario y la víspera de la cena. La situación no podía ser más extraña. Debido al ataque de cólera sufrido horas antes había pasado por alto preparar las arepas, rezar y cerrar las puertas y ventanas, como hacía todas las noches, y se hallaba afuera, huyendo de todas esas obligaciones, así fuese por unos instantes, así supiera que tenía que regresar tarde o temprano, si no a hacer la cena y rezar, por lo menos a cerrar las puertas y las ventanas, esa noche más que nunca. Y por otro lado si entraba, así sea a cerrar las puertas y las ventanas, como hacía todas las noches, era como si estuviera dándole la espalda a su esposo, que nunca había dejado de pasar una noche en su casita de tablas desde que se casaron.

III

Cuando el aguatero llegó a la casa, entrando por la puerta de atrás, nadie saltó de sus catres de madera. Y no porque no lo hayan sentido llegar o por exceso de confianza o pereza o apatía provocada por lo que había pasado en la tarde del día anterior. Tampoco fue porque ya conocían sus pasos. Era porque tenían la certeza que nadie se iba a meter a robarles una cocina de kerosén, que era el único bien inmueble de valor que tenían por toda riqueza. Lo demás era ropa paulatinamente destruida por el uso, zapatos con agujeros, una cajita con dinero que no duraba más de dos días en su interior (ese día no era uno de ellos), un burro viejo y un gato mascota que nunca dormía en esa casa, pues sólo iba de visita a jugar con el muchacho.

Abrió la puerta sin hacer ruido, se quitó la ropa, quedando sólo en interiores, y tranquilamente se metió en su chinchorro, en medio de la oscuridad, como los ciegos veteranos que recorren su casa sin tropezar con nada, sin ayuda de bastón. Afuera una suave brisa que llegaba del lago se colaba por las rendijas, en ráfagas que no duraban más de seis segundos, hasta que desaparecían con la misma intempestividad con que habían aparecido.

Para la vieja sólo era una noche más para descansar del ajetreo diario, y mañana sería domingo, que no sería de reposo ni mucho menos, aunque sí de menos trajín, pues en la mañana sólo se iría a misa y en la tarde sólo lavaría la ropa de la familia. Así es, mañana será el día ideal para preguntarle al esposo a dónde había ido en la tarde y por qué había regresado en la madrugada. Y para explicarle lo que había pasado ayer en la tarde. Tal vez pedirle un poco de ayuda con el niño, que hablara con él, a pesar de sus limitaciones comunicativas. Sí señor, mañana será el día en que, después de haberse confesado, comulgar, pedir perdón por sus pecados y rogarle a Dios que la ayude a seguir adelante, la vieja le cuente al esposo qué había pasado ayer en su casa mientras él no se encontraba.

IV

La primera en levantarse fue la hija mayor, extrañamente. La vieja no se había levantado y seguía durmiendo, cuando aun no había salido el sol pero el gallo ya había cantado. A esa hora siempre estaba levantada. Al pasar frente a su cuarto y ver el catre de reojo y a su madre durmiendo aun en él no le quedó más remedio a la hija que decirse a sí misma que debió haber sido por la rabieta de ayer, que casi le hace perder el conocimiento. Por eso le pareció lo más natural pasar sin hacer ruido hasta la cocina, a preparar el café para beber ella un poco y tenerlo ya listo para cuando la vieja se levantara. No hay problema, es domingo y la pobre vieja bien merece descansar una hora más, hasta las seis y media de la mañana, cuando el sol ya alumbre en todas las casas y calles, aunque todavía sin calentar demasiado.

Al pasar a la cocina, lo primero que debió ver era a su papá dentro del chinchorro, como había sentido anoche que ocurrió, pues desde su cama, despierta pero sin levantarse, lo había sentido llegar, quitarse la ropa y meterse en su lecho colgante, por primera vez en su vida de hombre casado, a las dos y media de la mañana. Pero no estaba allí, ni él ni el chinchorro, aunque la puerta de atrás, la que da al patio trasero, donde están los árboles frutales y el burro, está abierta de par en par. Y desde allí lo vio.

Al principio fue como un saco de café colgando de una rama, pues uno no se espera semejante imagen a primera hora de la mañana, aunque la tenga relativamente cerca, como estaba la mata de mamón de la casita. ¿Qué se va a imaginar uno ver a su padre colgando de un mecate por el cuello, a las cinco y media de la mañana, con su ropa de trabajar puesta? Pero al mismo tiempo ¿cómo va uno a confundir a su propio padre con un saco de café colgando de una rama?

Su primera reacción fue correr hacia el árbol, aunque a ella no le pareció que corría. A ella le pareció que flotaba hacia el centro del patio, con sordera repentina, escuchando sólo sus pensamientos, que sólo decían: “¿Papá, papá?”, y mientras más caminaba más se alejaba el árbol, cuya rama sostenía el mecate desde donde pendía su papá ahorcado.

Al llegar a sus pies, que le llegaban a la altura de su cabecita, miró hacia arriba y no pudo distinguir a primera vista la cara de su papá, cuya silueta se confundía con el follaje de la mata de mamón, mecida por una extraña brisa mañanera de domingo, cuando seguía cantando el gallo. Quería decir la palabra “Papá” pero no le salía, su cerebro estaba funcionando en cámara lenta, sus señales no llegaban a su lengua, y cuando llegaban la lengua se negaba a responder, a articular la palabra que ella quería pronunciar: “¿Papá, papá?”.

Cuando el difónico gallo de la vecina cantó a un cuarto para las seis de la mañana sopló otra vez la brisa, ahora un poco más fuerte, y el viento meció las ramas del árbol que da mamones, meciendo el cadáver del aguatero como el péndulo de un reloj de madera, como si fuera un reloj gigante dando la hora y el gallo fuese su campanada de alarma. La niña sólo contempla, aunque sigue sin distinguir bien y sin poder pronunciar la palabra.

CUENTOS QUE NO CUENTAN

LOS CUENTOS DE LA VIEJA: La muerte pasa la cuenta a todos, sin excepción

I

Aquél día todo cambió para los habitantes de la casita de tablas. Los que antes trabajaban mucho ahora debían trabajar el triple, y los que nunca habían trabajado debían ponerse a laborar. La hija hembra debió salir a vender dulces en la plaza del pueblo, en el estadio de baseball improvisado sobre un polvoriento terreno al lado de un balancín y a la salida del único cine de la “ciudad”. El hijo debió limpiar botas y trabajar en almacenes de ropa propiedad de unos sirios también en el centro del pueblo.

Para la vieja el cambio fue perder su empleo en la cocina de la escuela primaria y triplicar su jornada con la ropa ajena, esta vez lavando, planchando y entregando ella misma la vestimenta debidamente blanqueada y doblada en las casas de sus dueños. Más cantidad para medio equilibrar el ingreso mermado por la muerte prematura del esposo, y más responsabilidad sobre la vida de sus pequeños hijos.

Para colmo de males la hija no pudo ir al liceo ubicado en la capital del estado, cuyo viaje consistía en una azarosa travesía de cuatro horas en barco de vapor cruzando el lago desde un improvisado puerto cercano de la época colonial, pues los viajes en barco de gasoil, más cómodos y rápidos, estaban reservados, una vez más, para los mandamases y los capataces de las empresas extractoras de lo que los indios de la zona llamaban “Mene” o “Excremento del Diablo”; y el hijo, aun cuando pudo terminar a duras penas el segundo grado de primaria, no pudo inscribirse para cursar el tercer grado porque, aunque la matrícula era gratuita, los útiles necesarios eran inalcanzables, además de que el precio del uniforme, ya que la técnica era la única escuela que lo exigía, había aumentado bastante de precio.

La razón de su salida del comedor escolar fue que las empresas petroleras extranjeras, al ver mermados sus ingresos aquel año debido a la crisis económica mundial, decidieron recortar gastos en todas partes, incluyendo la escuela que era financiada por ellos, que se vio en la necesidad de despedir personal, recargando de trabajo a los empleados sobrevivientes, pagándoles el mismo sueldo. De nada le valieron sus súplicas, que tan buen resultado le dieron con la directora de la escuela técnica cuando estuvo a punto de expulsar a su hijo cuando le faltaba poco para terminar el segundo grado. Tampoco sirvió su intento por hablar con el gerente gringo de la compañía, que de todas formas poco sabía español y mucho menos se iba a rebajar a concederle unos pocos segundos de su valioso tiempo a una simple cocinera semianalfabeta, una ex-empleada más de las tantas que ellos recientemente habían echado a la calle, cosa que no era la primera vez que ocurría.

Y no sólo las condiciones materiales empeoraron, la peor de las pérdidas en medio de toda aquella tragedia había sido la del carácter especial que la vieja había recibido de su crianza en la casa de campo de su familia, relativamente lejos de su actual domicilio, la zona semi-industrial que se estaba levantando donde antes sólo habían mosquitos y cenagales. Era aquel un carácter mezcla de templanza con entusiasmo ante los avatares que pone enfrente la vida, de una seriedad que no caía en la displicencia y una cordialidad que no rayaba en la adulación. Todo eso se vio transformado de repente con la tragedia del misterioso suicidio de la cabeza de la familia, el humilde vendedor de agua puerta a puerta ayudado por un burro.

Su cariño diario mostrado a los hijos, a pesar de los cansancios acumulados por la doble jornada de trabajo, desapareció de la atmósfera miserable del rancho de tablas. No se podía decir que todo eran gritos y carantoñas a toda hora del día, pero bastaba con que ocurriera un simple percance, de los tantos que ocurrieron antes del suicidio y siempre se arreglaron de la mejor manera, para que la vieja perdiera la paciencia.

La peor parte la llevó la hija hembra, la mayor (¡cuándo no, los hijos mayores!), a quien la vieja le echaba la culpa de todo lo malo que pasaba dentro de la casa, y aun fuera de ella. La que antes había sido su mano derecha tanto en la administración del hogar como en el trabajo de lavandera ahora se había convertido en su peor enemiga. Ella era siempre la culpable y por lo tanto siempre debía recibir un “merecido” castigo. ¡Y vaya qué castigos!

Desde la tradicional “pela” con rejos hechos con cuero de res (nunca supe quién era el responsable de elaborar semejantes instrumentos de tortura medieval) hasta arrodillarse sobre el piso lleno de granos de maíz durante horas, mientras recitaba alguna oración o letanía extraída del rosario, sin equivocarse, pues si se equivocaba era forzada a comenzar desde el principio, aun cuando sus rodillas ya no aguantaban la tortura y sus lágrimas más que de dolor eran de rencor. Su contextura corpulenta poco le ayudó a soportar los desahogos de su madre, que comenzó a ver en su piel morena un motivo más para aborrecerla, un detalle menor que en el pasado nunca fue tomado en cuenta ni para reproches ni para burlas.

Increíblemente el hijo varón, que casi le provoca un ACV a su madre el día que casi lo expulsan de la escuela, sufrió un cambio de ánimo y de carácter que difícilmente se pueda sacar como conclusión o síntesis de todo lo ocurrido. El abandono del ambiente escolar pareció operar una suerte de sensación de libertad y su nueva responsabilidad representó para él una oportunidad de oro para demostrarle a su madre su verdadero valor y capacidad ante la nueva adversidad que a todos les tocó enfrentar. Lo que nunca cambió fue su débil salud salpicada de exasperantes ataques de asma, algo que nunca lo ayudó a subir de peso ni aumentar su talla, al menos hasta los dieciséis años, cuando de su rostro pálido y huesudo comenzó a brotar un tenue bigote que lo hacía parecer un chino, donde las únicas marcas que lo hacía identificarse con algún miembro de la familia eran los ojos saltones de su madre y el pie grande de su padre.

Lejos de acomplejarlo, como le ocurrió a su fallecido padre, los trabajos humildes que a la inmensa mayoría no le gustaría desempeñar le dieron motivos para querer superarse cada día más y en un futuro no muy lejano retomar sus estudios y así poder ofrecerle un futuro mejor a su madre. Era el limpiabotas más feliz que se haya visto por la plaza de aquel pueblo petrolero, aun cuando luego de un día bajo el ardiente sol sólo hubiera hecho real y medio de ganancias. Y en su otro trabajo como vendedor de ropa y telas en la tienda de los sirios, aunque todavía era un simple aprendiz, supo ganarse la confianza de los dueños haciendo bien los mandados sin que se le derramara nada de lo que iba a comprar y sin que le faltara un solo céntimo de los vueltos que le quedaban, todo lo cual le hicieron merecedor de algunas buenas propinas.

II

Aquella independencia adquirida por el nuevo “emprendedor” de la familia, sin embargo, no se tradujo en solidaridad para con su hermana, que pasaba por nuevos e inesperados trances con su madre, la vieja que contaba estos cuentos. Aunque bien enterado de todo lo que ocurría nunca el hermano callejero (por trabajar en la calle) mostró la misma solidaridad que siempre ella le había prodigado en los “buenos” tiempos cuando su padre aun vivía y ayudaba en la economía de la casa mediante las ventas de sus laticas de agua montadas sobre el pobre burro que ellos vieron siempre como una mascota. Especialmente en aquella ocasión en la que de no ser por su oportuna intervención habría quedado lisiado o incluso muerto a manos de la madre que ahora volcaba su ira y frustración sobre la pobre hermana, que ya no tenía ni padre ni hermano que la defendiera de semejante injusticia.

Esta actitud se vería reflejada mucho después en el cambio de ella hacia su hermano, después de grandes, cuando paulatinamente se fueron distanciando y pronto olvidaron esos valores fraternales y familiares que de una forma o de otra, con sus más y sus menos, les habían inculcado sus padres, la vieja más que nada, desde que nacieron hasta que sus vidas cambiaron aquella madrugada de domingo.

III

A medida que pasaba el tiempo poco fue lo que cambió en las vidas de la vieja y sus dos hijos. Parecía que todo lo concerniente a ellos estaba predestinado a no cambiar y seguir el mismo camino sin dirección de tantos miserables volcados sobre la riqueza fácil del oro negro en tantos villorrios que brotaron de la tierra que lo albergaba en su seno, durmiendo bajo los árboles, muriendo muchos por las mortales picadas de las muchas culebras que aun poblaban la zona, por las enfermedades transmitidas por los abundantes mosquitos, cagando y orinando en el mismo sitio donde comían y dormían, con un sueldo un poco mayor que en el campo de donde habían emigrado pero que se esfumaba de sus bolsillos por lo caro y escaso de los alimentos y las medicinas, reservados para los altos cargos y los capataces de las empresas petroleras.


 Lo único que le quedó a la vieja, después de partirse el lomo lavando kilos y kilos de ropa ajena, con las pocas fuerzas que le restaban luego de la fatigante faena, fue rogarle a la Virgen del Rosario, patrona de aquel pueblo de la costa oriental del Lago de Maracaibo olvidado por Dios pero marcado como un lugar privilegiado por las compañías petroleras extranjeras, que sus hijos crecieran rápido, lo más sanos que las condiciones de insalubridad imperantes lo permitieran, con los ahorros suficientes, y así pudieran emigrar a sitios mejores, donde hubieran escuelas, liceos y fuentes de empleo más diversas y remunerativas, en fin, un destino que pudiera ofrecerles un futuro menos sombrío que el que a ella le tocó vislumbrar desde que decidió casarse con un aguatero cuyo único capital no era más que un burro piojoso y macilento, muy responsable y cumplidor, eso sí, pero sin la ambición suficiente para sacudirse la miseria y los complejos que hasta el día de su muerte estuvieron acechando su cadáver andante por aquellos caminos calcinados por un sol abrasador y un polvo que impregnaba pegajosamente sus cuerpos y sus almas.